RAÍCES DE MANGLAR

Miedo y esperanza

Miedo y esperanza

Foto Copyright: lfmopinion.com

Nos sobra miedo.

En estos, nuestros días aciagos, uno se aferra a cualquier cosa, al olvido, al amor, a la fe; cualquiera que ayude a mitigar el miedo.

Porque sólo así nos ha queda claro, en plena pandemia, que lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo. Miedo de salir, miedo a la otredad, miedo de respirar. Miedo incluso de amar, de relacionarse. Ir y venir se ha vuelto una amenaza, un acto macabro y ominoso.

Pero hay que decirlo porque es cierto, porque hay gente que en un acto de gran egoísmo pasea por aquí y por allá, buscando sin saberlo (porque no quieren saber) la desgracia y el dolor. De alguna forma, la ignorancia funciona para ellos como sistema de inmunidad ante la realidad hasta que ésta los encuentra.

Y es injusto juzgarlos, pues en el calvario de los últimos días de alguien amado no hay palabras o teorías que subsanen el daño. Sólo la esperanza y aferrarse a ser depositario improbable de algún milagro.

Pero los peligros no sólo acechan a la intemperie. El encierro nos vuelve criaturas taciturnas y desconfiadas. Horripilantes buitres, caníbales irredimibles de quienes nos rodean. Nuestras autoridades, en un ejercicio torpe, nos han pedido respirar para evitar un desahogo a la postre irremediable.

Es culpa de todos y de nadie, pues en nuestra cotidianidad nunca pensamos que algo así podría pasar. Nuestros horarios y nuestras rutinas estaban perfectamente medidas. Inclusive el caos citadino era parte esencial de nuestros rumbos. Humanos y animales políticos como somos, cada minuto del día tenía su secuencia ilógica y mundana, cada interacción se movía en el espectro de nuestra paciencia y tolerancia hacia el otro. La interrupción de esta maquinaria en favor del enclaustramiento y una convivencia forzada ha sacado también lo peor de nosotros.

Hay otros que por muy enterados que estemos o creamos estarlo, que pese a la cantidad y calidad de datos e información que podamos poseer, sólo deseamos cerrar los ojos y apelar a una solución espontánea, pues en el imaginario colectivo nos entendemos omnipresentes como especie. Ese también es un síntoma de egoísmo.

Nos creemos perpetuos y aquellas vidas de apenas 50, 70 o 90 años nos parecen contener todo lo habido y por haber, aunque sepamos que no es así. En ese estado de soberbia queremos creer que esto pasará tarde o temprano, olvidando que para muchos dicha "solución" no es ni será viable.

Olvidando que una mayoría inmensa no tiene los recursos o las posibilidades para tolerar el encierro continuo, que ya bastaba y sobraba con el devenir diario para mantenerlos al filo de sus preocupaciones y que esta pandemia sólo ha dado al traste con una situación moral, económica y socialmente insostenible.

Ahí muchos rezan acongojados, sobrepasados por la realidad maldita y no les queda más que esperar. Mientras tanto, las élites se dividen y arrojan culpas. Los más altos cargos rayan en el paroxismo y la xenofobia, los de medio pelo promueven la polarización. Por todas partes reina la indolencia o la franca indiferencia, todo movido por el miedo.

Buscando el sentido de la esperanza me he encontrado que su etimología es incierta por variada. No obstante, Isidoro de Sevilla recurre a una figura retórica que es a mi parecer ad hoc a nuestro contexto: "La palabra esperanza se llama así porque viene a ser como el pie para caminar (…) Su contrario es la desesperación, porque allí donde faltan los pies no hay posibilidad alguna de andar".

Nos faltan pies y nos sobra miedo y desesperación. No es reclamo, es súplica.

Nuestras alas de cera vueltas papilla, la realidad golpeándonos. No hay música ni paisajes. El presente es un fondo gris y el porvenir un sepia continuo, atropellado y vacilante. Somos Íkaros cayendo al vacío y sólo la esperanza y la unidad podrá salvarnos.

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Francisco  Cirigo

Francisco Cirigo

En su novela Rayuela, Julio Cortázar realiza varios análisis sobre la soledad, exponiéndola como una condición perpetua, absolutamente fatal. Dice que incluso rodeándonos de multitudes estamos “solos entre los demás”, como los árboles, cuyos troncos crecen paralelos a los de otros árboles. Lo único que tienen para tocarse son las ramas, prueba inequívoca de la superficialidad de sus relaciones. Las personas somos como árboles y nuestras relaciones son ramas, a veces frondosas y frescas, a veces secas y escalofriantes, pero siempre superficiales. Nuestros troncos son islas sin náufragos posibles.

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