Miedo y esperanza
En estos, nuestros días aciagos, uno se aferra a cualquier cosa, al olvido, al amor, a la fe; cualquiera que ayude a mitigar el miedo.
Porque sólo así nos ha queda claro, en plena pandemia, que lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo. Miedo de salir, miedo a la otredad, miedo de respirar. Miedo incluso de amar, de relacionarse. Ir y venir se ha vuelto una amenaza, un acto macabro y ominoso.
Pero hay que decirlo porque es cierto, porque hay gente que en un acto de gran egoísmo pasea por aquí y por allá, buscando sin saberlo (porque no quieren saber) la desgracia y el dolor. De alguna forma, la ignorancia funciona para ellos como sistema de inmunidad ante la realidad hasta que ésta los encuentra.
Y es injusto juzgarlos, pues en el calvario de los últimos días de alguien amado no hay palabras o teorías que subsanen el daño. Sólo la esperanza y aferrarse a ser depositario improbable de algún milagro.
Pero los peligros no sólo acechan a la intemperie. El encierro nos vuelve criaturas taciturnas y desconfiadas. Horripilantes buitres, caníbales irredimibles de quienes nos rodean. Nuestras autoridades, en un ejercicio torpe, nos han pedido respirar para evitar un desahogo a la postre irremediable.
Es culpa de todos y de nadie, pues en nuestra cotidianidad nunca pensamos que algo así podría pasar. Nuestros horarios y nuestras rutinas estaban perfectamente medidas. Inclusive el caos citadino era parte esencial de nuestros rumbos. Humanos y animales políticos como somos, cada minuto del día tenía su secuencia ilógica y mundana, cada interacción se movía en el espectro de nuestra paciencia y tolerancia hacia el otro. La interrupción de esta maquinaria en favor del enclaustramiento y una convivencia forzada ha sacado también lo peor de nosotros.
Hay otros que por muy enterados que estemos o creamos estarlo, que pese a la cantidad y calidad de datos e información que podamos poseer, sólo deseamos cerrar los ojos y apelar a una solución espontánea, pues en el imaginario colectivo nos entendemos omnipresentes como especie. Ese también es un síntoma de egoísmo.
Nos creemos perpetuos y aquellas vidas de apenas 50, 70 o 90 años nos parecen contener todo lo habido y por haber, aunque sepamos que no es así. En ese estado de soberbia queremos creer que esto pasará tarde o temprano, olvidando que para muchos dicha "solución" no es ni será viable.
Olvidando que una mayoría inmensa no tiene los recursos o las posibilidades para tolerar el encierro continuo, que ya bastaba y sobraba con el devenir diario para mantenerlos al filo de sus preocupaciones y que esta pandemia sólo ha dado al traste con una situación moral, económica y socialmente insostenible.
Ahí muchos rezan acongojados, sobrepasados por la realidad maldita y no les queda más que esperar. Mientras tanto, las élites se dividen y arrojan culpas. Los más altos cargos rayan en el paroxismo y la xenofobia, los de medio pelo promueven la polarización. Por todas partes reina la indolencia o la franca indiferencia, todo movido por el miedo.
Buscando el sentido de la esperanza me he encontrado que su etimología es incierta por variada. No obstante, Isidoro de Sevilla recurre a una figura retórica que es a mi parecer ad hoc a nuestro contexto: "La palabra esperanza se llama así porque viene a ser como el pie para caminar (…) Su contrario es la desesperación, porque allí donde faltan los pies no hay posibilidad alguna de andar".
Nos faltan pies y nos sobra miedo y desesperación. No es reclamo, es súplica.
Nuestras alas de cera vueltas papilla, la realidad golpeándonos. No hay música ni paisajes. El presente es un fondo gris y el porvenir un sepia continuo, atropellado y vacilante. Somos Íkaros cayendo al vacío y sólo la esperanza y la unidad podrá salvarnos.
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