PARRESHÍA

Sócrates y Gatell

Sócrates y Gatell

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Simulación.

Hoy que todo es espectáculo, nada me gustaría más que ver un diálogo entre Sócrates y López Gatell.

El método socrático, irónico y dialéctico, consistía en preguntar y, la más de las veces, poner de manifiesto la ignorancia de quienes se jactaban de saberlo todo, cuando no su falsedad y mentira.

Sócrates no buscaba con ello ofender o humillar a su interlocutor, sino hacerlo apto para buscar la verdad, ya que para él la filosofía solo busca un recto y verdadero conocimiento como elemento constitutivo de la moralidad: "poseer conceptos claros y objetivos, es decir, la recta ciencia, equivale lo mismo que vivir moralmente; el hombre, guiado por la Naturaleza, obra el bien o lo honesto, espontánea y necesariamente, por lo que basta que conozca qué sea el bien, para que lo haga, de donde se sigue que el mal moral sólo puede provenir de la ignorancia." (F. Klimke, Historia de la Filosofía)

Es decir, la finalidad del hombre es la virtud, entendida como el bien conocido, aquello que conviene a la naturaleza racional, por lo que "aquél que sabe qué cosa sea lo moralmente honesto", vive moralmente

Sócrates sostenía que el bien "es aquello que ayuda a alcanzar el último fin, la bienaventuranza".

Pero el bueno de Sócrates pecó de dos errores: sobreestimó la ciencia como vía para una vida moral práctica (intelectualismo ético), y ponderó naturalmente bueno al hombre (optimismo ético) y fue así que terminó condenado a la cicuta por el "pueblo bueno".

La política, lo hemos repetido muchas veces, es discurso y acción. No hay política sin retórica. Rethor dice en griego, a la vez, político y orador. Así, podríamos imaginar a Sócrates diciéndole a Gatell*: "La retórica es una de las artes que realiza toda su obra y son eficaces por medio de la palabra." Di entonces Hugo "sobre qué objeto; ¿cuál es, entre todas las cosas, aquella de la que se tratan estos discursos de que se sirve la retórica?"

Gatell observa a disgusto al viejo andrajoso con olor a ajo y a sudor. Finalmente contesta: "permite a cada uno (de los retóricos) dominar a los demás en su propia ciudad (…) Ser capaz de persuadir, por medio de la palabra, a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda reunión en que se trate de asuntos públicos. En efecto, en virtud de este poder, serán tus esclavos el médico y el maestro (…) en cuanto a ese banquero, se verá que no ha adquirido la riqueza para sí mismo, sino para otro, para ti, que eres capaz de hablar y persuadir a la multitud."

"¿Puedes decir, pregunta Sócrates, que su potencia se extiende a más que a producir la persuasión en el ánimo de los oyentes?"

"A nada más, Sócrates, contesta Gatell; me parece que lo has definido suficientemente; éste es, en efecto, su objetivo fundamental."

Ahora dime, querido Hugo, "¿Te parece que saber y creer son lo mismo o que son algo distinto el conocimiento y la creencia?"

"Creo que son algo distinto, Sócrates."

"¿Hay una creencia falsa y otra verdadera, Doctor?

Claro.

"Sin embargo, los que han adquirido un conocimiento y los que tienen una creencia están igualmente persuadidos. (…) establezcamos, pues, dos clases de persuasión: una que produce la creencia sin el saber; otra que origina la ciencia. (…) ¿Cuál es, entonces, la persuasión a que da lugar la retorica en los tribunales y en las otras asambleas respecto de lo justo y lo injusto?"

"Es evidente, Sócrates, que aquella de la que nace la creencia."

"Luego la retórica, según parece, es artífice de la persuasión que da lugar a la creencia, pero no a la enseñanza sobre lo justo y lo injusto," sostiene el filósofo.

No obstante, ello, y dado que las artes del retórico hacen prevaler su parecer por sobre el conocimiento, Gatell pontifica: "es preciso utilizar la retórica del mismo modo que los demás medios de combate (…) de modo que se pueda vencer a amigos y enemigos."

Sócrates guarda silencio. Queda claro que su interlocutor no busca la verdad, ni el bien, sino dominar, imponer, vencer (sin convencer, diría Unamuno).

Tras largo silencio Sócrates levanta la mirada y dice a Gatell: "ahora debemos examinar en primer lugar lo siguiente. ¿Respecto a lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, el conocedor de la retórica se encuentra en la misma situación que respecto a la salud (…) y, desconociendo (…) qué es bueno o malo, qué es bello o feo y qué es justo o injusto, se ha procurado sobre estas cuestiones un medio de persuasión que le permite aparecer ante los ignorantes como más sabio que el que realmente sabe, aunque él no sepa?" Así, hará "que ante la multitud parezca que lo sabe cuando lo ignora, y que pasa por bueno sin serlo."

Detente Sócrates en tu afán de denigrar la retórica, clama Gatell. Contesta primero qué es ésta en tu opinión.

"Una especie de práctica (para) producir cierto agrado y placer."

Ah, entonces, dice el doctor, si produce placer es algo bello y, por tanto, arte.

El "simulacro de una parte de la política," una "falsa apariencia".


Sócrates respira profundo: "Me parece, Hugo, que existe cierta ocupación que no tiene nada de arte, pero que exige un espíritu sagaz, decidido y apto por naturaleza para las relaciones humanas; llamo adulación a lo fundamental de ella."

¿Y qué parte de la adulación es la retórica, Sócrates?

El "simulacro de una parte de la política," una "falsa apariencia".

"Voy a aclararte, si puedo, lo que pienso, siguió Sócrates, (…) hay dos artes, que corresponden una al cuerpo y otra al alma; llamo política a la que se refiere al alma, pero no puedo definir con un solo nombre la que se refiere al cuerpo, y aunque el cuidado del cuerpo es uno, lo divido en dos partes: la gimnasia y la medicina; en la política corresponde la legislación a la gimnasia, y la justicia a la medicina." Estas artes procuran el mejor estado del cuerpo y del alma, pero la adulación, fingiendo ser arte, "no se ocupa del bien, sino que, captándose a la insensatez por medio de lo más agradable en cada ocasión, produce engaño, hasta parecer digna de gran valor. (…) A esto llamo adulación y afirmo que es feo (…) porque pone su punto de mira en el placer sin el bien; digo que no es arte, sino práctica." Es como la cosmética que se oculta bajo la gimnasia y engaña con apariencias.

Pero el poder de los retóricos no es apariencia, reclama Gatell: "pueden, como los tiranos, condenar a muerte al que quieran y despojar de sus bienes y desterrar de las ciudades a quien les parezca."

"Pero tú mismo dices, responde Sócrates, que hacer lo que a uno le parece, cuando está privado de razón, es un mal" y siempre "el mayor mal es cometer injusticia."

Pero cómo, Sócrates, pregunta el galeno: "No es mayor mal recibirla (…) tú preferirías recibir la injusticia que cometerla?"

"Preferiría sufrirla a cometerla" porque sostengo, "el que es bueno y honrado (…) es feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado."

Las comisuras del galeno se arquearon en tentativa de sonrisa.

"Qué es eso, Hugo? ¿Te ríes ¿Es éste otro nuevo procedimiento de refutación? ¿Reírse cuando el interlocutor dice algo, sin argumentar contra ello?"

Hugo, "la maldad del alma es lo más feo, porque supera a los demás males por el daño desmesurado y por el asombroso mal que causa" y prefiero "que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga."

Te comportas, Sócrates, "fogosamente, como un verdadero orador popular (…) diciendo que buscas la verdad llevas a extremos enojosos y propios de un orador demagógico la conversación sobre lo que no es bello por naturaleza y sí por ley (…) deja de argumentar, cultiva el buen concierto de los negocios (…) habitas en una casa vacía (…) ¿no te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras y de considerar como un hallazgo que alguien se equivoque en un vocablo?. En efecto, ¿crees que yo digo que ser más poderoso es distinto de ser mejor? ¿No te estoy diciendo hace tiempo que para mi es lo mismo mejor y más poderosos? ¿O crees que digo que, si se reúne una chusma de esclavos y de gente de todas clases, sin ningún valer, excepto quizás ser mas fuertes de cuerpo, y dicen algo, esto es ley?

Dices entonces "que uno solo es más poderoso que un gran número de hombres."

Sí, Sócrates, "creo que eso es lo justo por naturaleza, que el mejor y de más juicio gobierne a los menos capaces y posea más que ellos."

"Mejores y más poderosos respecto a qué?, Hugo."

"A los de buen juicio para el gobierno de la ciudad y los más decidido."

"Pero, Hugo, ¿y respecto a sí mismos, amigo? ¿Se dominan o son dominados?

"Qué entiendes por dominarse a sí mismo?

"Bien sencillo, lo que entiende la mayoría: ser moderado y dueño de sí mismo y dominar las pasiones o deseos que le surjan."

"Llamas moderados a los idiotas. (…) El que quiera vivir rectamente debe dejar que sus deseos se hagan tan grandes como sea posible, y no reprimirlos, sino que, siendo los mayores que sea posible, debe ser capaz de satisfacerlos con decisión e inteligencia y saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. (…) Vivir agradablemente es derramar todo lo posible."

Bien Hugo, hablemos de ciencia y de la valentía de la ciencia: "¿El placer y la ciencia son lo mismo o son cosas distintas?"

"Cosas distintas, sapientísimo Sócrates."

"¿Y la valentía es distinta al placer?"

"Pues, ¿cómo no?"

"Convenimos, si tú lo recuerdas, en que todo hay que hacerlo buscando el bien. (…) Luego por el bien se debe hacer lo agradable y las demás cosas, pero no el bien por el placer (…) existen lo bueno y lo agradable, y (…) lo agradable es distinto a lo bueno." Así, la culinaria, que no me parece un arte, sino una rutina, se diferencia de la medicina; "la medicina ha examinado la naturaleza de aquello que cura, conoce la causa de lo que hace y puede dar razón de todos sus actos, al contrario de la culinaria, que pone todo su cuidado en el placer, se dirige a este objeto sin ningún arte y, sin haber examinado la naturaleza ni la causa del placer, es, por así decirlo, completamente irracional y sin cálculo. Solamente guarda por rutina y práctica del recuerdo de lo que habitualmente suele suceder, por medio del cual se procura placeres."

Pues bien, querido Hugo, "¿piensas tú que los oradores hablan siempre para el mayor bien, tendiendo a que los ciudadanos se hagan mejores por sus discursos, o que también estos oradores se dirigen a complacer a los ciudadanos y, descuidando por su interés particular el interés público, se comportan con los pueblos como con los niños intentando solamente agradarlos, sin preocuparse para nada de si, por ellos, les hacen mejores o peores." Hay dos clases de retórica: "una de ellas será adulación y vergonzosa oratoria popular; y hermosa, en cambio, la otra, la que procura que las almas de los ciudadanos se hagan mejores y se esfuerza en decir lo más conveniente, sea agradable o desagradable para los que lo oyen."

Hugo amigo, "es necesario precaverse más de cometer injusticia que de sufrirla y que se debe cuidar, sobre todo, no de parecer bueno, sino de serlo, en privado y en público. (…) es preciso huir de toda adulación, la de uno mismo y la de los demás, sean muchos o pocos, y (…) se debe usar siempre de la retórica y de toda acción en favor de la justicia."

Desgraciadamente, de darse este diálogo, Sócrates, de seguro, terminaría juzgado y condenado a muerte por envilecer el entendimiento y pervertir a la juventud con sus preguntas y pareceres.

¡Qué poco hemos cambiado!


*Entrecomillados del Gorgias, Diálogo de Platón.




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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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