Ruido y caricatura
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Sus sonidos eran ensordecedores e incesantes. Sin intersticio para el silencio y la reflexión. Su cháchara y zumbido eran totalitariamente presentes, no admitían más que sumisión.
Algo hay de comediante, parlanchín y miedo en todo predicador con corona.
La autoridad y el gobierno suelen ser ámbitos del silencio. Conocen el valor del verbo. Lo respetan. Le temen.
Quien calla, no le teme al silencio ni a su conciencia, dialoga consigo mismo; no recela del otro, "co-existe".
No así nuestro comediante que vivía en la escena y de la fama. Tenía el don de la palabra, pero lo pervertía usándolo para hacer creer, ¡hacer creer en él!
Al primero que tuvo que convertir fue a sí mismo. Y su fe fue desde entonces ciega e indómita. Aunque cambiaba de parecer todos los días, aunque se negaba una y otra vez, aunque caía en la peor de las contradicciones, jamás dejó de creerse. Por ello su verdad nunca fue suave, dúctil y debatible. Era encrespada y biliar: no se deslizaba, se imponía; no convencía, enloquecía; no argumentaba, aplastaba bajo serranías de ruido y odio. No creaba, demolía.
Nuestro comediante nunca conoció en él la mentira. Por alguna obscura razón siempre la halló en otros.
Toda democracia tiene un importante componente de silencio
Su mercado-teatro, donde vendía y escenificaba su verdad al amanecer, pululaba de bufones, pequeñas moscas venenosas, tan ruidosas como incondicionales y tumultuarias, amigas del conflicto y de la hiel, que entendían al mundo como lucha entre el bien y el mal. Cruzados en conquista del Santo Grial, sacerdotes guerreros y guerreros de Dios, de su dios. Uniformados, no en el vestir, sino en su "uni-formidad" y cobardía. Cegados por la verdad revelada, ensordecidos por el zumbido de sus propias alas. Seres masa, sin rostro, sin voz personal, sin alma. Zombis en enjambre. Algo, no alguien. Sombras y simulaciones hirviendo en el caldero del rencor: culpar era su existencia.
En un principio las moscas acompasaban la palabra del comediante y la llevaban hasta los confines del mismo infierno; sólo en bocas cerradas no entraban, y como la del comediante jamás cerraba las moscas entraban y salían a y de ella libérrimamente hasta que las palabras empezaron a confundirse con el zumbido y terminaron absorbidas por él. El sermón devino así en un zumbido abismal, monótono, sórdido, impenetrable.
La cháchara-zumbido ensordecía. El silencio era hijo del ruido; no provenía del recogimiento ni de la creación. No iluminaba, obscurecía.
El comediante alegaba en su defensa informar temas trascendentales del génesis al apocalipsis, pero lo suyo ni a caricatura llegaba.
Un buen día, un nuevo Jesús expulsó al comediante y moscas a golpes de sufragios del templo convertido en carpa. Desde entonces regresó el silencio que permite la reflexión, el encuentro, la deliberación y el acuerdo.
Desde entonces, los ciudadanos recordaron el valor del silencio, porque quien sabe callar no teme al pensamiento del otro, a su palabra, a su libertad; los honra y respeta.
Toda democracia tiene un importante componente de silencio.
Toda verdadera democracia es refractaria a la turbación.
Todo ser requiere de la sabiduría de callar, no del callar como momia, sino del callar inteligente que construye comunidad e historia, no sólo ruido.
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