PARRESHÍA

El reino del Chuchuchú

El reino del Chuchuchú

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Resultaría absurdo que la democracia se hubiese instituido para que un individuo imponga sin quitarle una coma su poder sobre todos.

Chuchuchú, chuchu”, contestó haciendo un ademán de “háganse a un lado” y comenzando a andar para esquivar pregunta y reporteros.

“¿Cómo va este asunto de las propiedades y las empresas a su nombre?”, le habían cuestionado en Palacio Nacional sobre las dos docenas de propiedades adjudicadas a su no reconocida compañera.

“El Tren Maya va muy bien, chuchuchú, chuchu”.

Era Manuel Bartlett ¿contestando? una imputación varias veces mayor que la de la Casa Blanca de Peña Nieto.

Imaginemos un mañana donde teniendo bajo su control toda la industria eléctrica del país, se le pregunte sobre un apagón en varias entidades federativas y el expediente de los pastizales ya no le sea rentable. Qué nos dirá: ¿Chin, chin, chin?

Porque tiene razón Montserrat Ramiro, excomisionada de la Comisión Reguladora de Energía (CRE), cuando dice que el control de un insumo insubstituible no es otra cosa que control político.

Los romanos lo sabían a ciencia cierta: ¿Quis custodet custodem? Quién custodia al custodio.

Por eso inventaron el control de todos sobre todos. El equilibrio propio de la pluralidad y la democracia. El control ciudadano del poder.

Resultaría absurdo que la democracia se haya instituido para que uno imponga su ley sobre todos. Así ese uno haya sido electo mayoritariamente.

Lo dijo en el siglo XI Isidoro de Sevilla (556-636): “Rex eris si recte facias; si non facias, non eris”: Rey eres, si obras rectamente. Si no lo haces, no lo eres.

Era la baja Edad Media, un siglo después de la caída del Imperio Romano y aún muy distante del surgimiento del Estado moderno y su sujeción al derecho. No obstante, los vicios de los hombres del poder eran ya entonces los mismos, por eso Isidoro señalaba: “Las leyes han sido hechas para refrenar la audacia de los malos y para que sean seguros los buenos”.

“La ley —decía Isidoro— debe ser honesta, justa, posible, en conformidad con la naturaleza, y en armonía con las costumbres del país; conveniente por razón de lugar y de tiempo; necesaria, útil, clara. No sea que la obscuridad oculte algún engaño; establecida no para fomento de intereses privados; sino de utilidad común de todos los ciudadanos”, toda vez que las leyes “se establecen no para provecho del individuo, sino para ventaja y utilidad de los ciudadanos”.

Lo diría muchos siglos después Herman Heller: “a toda sociedad la encontramos normada y organizada”. En palabras de Isidoro, todo pueblo tiene su derecho, su “patrimonio jurídico”, que se instituye para “la utilidad común de todos los ciudadanos” y, siendo de todos, nadie lo debe vulnerar, ni el propio Rey.

Vendría después Santo Tomas: “Son leyes justas aquellas que, por razón de su fin, se ordenan al bien común, por razón de su autor no excedan la potestad del que las establece y, finalmente, por razón de su forma, reparten los cargos con igualdad y proporcionalidad entre los sujetos para quienes se dictan y en vista del bien común” (entendiendo por “cargos”, cargas, obligaciones; no puestos o nombramientos).

El surgimiento del Estado-Nación instituye una autoridad única, central e irresistible, donde los monarcas tienen que arrancarle poder al papado y, al hacerlo, se abrogan derechos sobre la fe de sus súbditos (el derecho divino de los Reyes). Fue entonces que surge el derecho a la resistencia y la institucionalización de los derechos individuales del súbdito ante el monarca.

Los monarcómanos protestantes esgrimieron la Vindiciae contra Tyranos, donde preguntaban: “¿Es lícita la resistencia contra el príncipe que destruye el estado?” Para ellos la monarquía era un pacto tripartito entre Dios, el monarca y el pueblo. Si el monarca rompe el pacto con Dios o con el pueblo, éste tiene el derecho a resistirle.

Los mocarcómanos cristianos se dieron principalmente en España, donde era costumbre que los aragoneses dijeran a sus reyes: “Nos valemos tanto como vos, e juntos mas que vos…” y Juan de Mariana no solo alegase el derecho de resistencia, sino el de destitución, inaugurando, al menos teóricamente, el “tiranicidio”.

Hoy se discuten muchas leyes, aunque diría Santo Tomas: las leyes injustas, “mejor debieran llamarse violencias, que no leyes”.

Pero en fin, las que se discuten, ¿son honestas, justas, necesarias, claras, posibles, sin engaños y en favor de todos? ¿No rebasan la potestad del que las establece?

Me temo que la respuesta sea hoy y —peor aún— mañana: “Chuchuchú, chuchu”.

No sé si en un futuro tengamos apagones o energía eléctrica; si paguemos menos o mucho más; de lo que estoy cierto es que nos encaminamos al reino de “Chuchuchú, chuchu”.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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