LETRAS

La caverna digital. (Extracto)

La caverna digital. (Extracto)

Foto Copyright: lfmopinion.com

La proliferación informática desborda y anula el marco discursivo humano, primando sobre el entendimiento la multiplicación de datos que, procesados, hagan innecesarios pensamiento y política.

Aquella noche platicando con Antonino Sierra sobre un reciente acontecimiento, este joven y gran pintor queretano me preguntó por detalles. Mi respuesta brotó efervescente, imparable, con vida propia, autoafirmativa: “el dataísmo, dije, venció a la política”.

El problema fue cuando traté de explicarle lo que instantes antes había pronunciado: un saber que sabido y comprendido en mí, era todavía más intuitivo que razonado y verbalizado.

Aquella noche, nació
La caverna digital: Muerte del pensamiento, ensayo publicado amazon.com, del que aquí doy un adelanto.

PS. ¡Gracias, Antonino!




La caverna digital


Muerte del pensamiento
Luis Farías Mackey
Un extracto




En el mito de la caverna de Platón, los hombres observan el juego de sombras proyectarse sobre las oscuras paredes, “encadenados por las piernas y el cuello, de modo que tienen que permanecer en el mismo lugar y mirar únicamente hacia delante, incapaces como están de mover en torno la cabeza, a causa de las cadenas que los sujetan”. Ya no se diga hablar e intercambiar opiniones entre sí. Confluyen en el mismo lugar y tiempo, pero no accionan, discursan o comparten: no interactúan; juntos, pero aislados e incomunicados. Hoy el mundo digital es la nueva caverna donde, a través de sus plataformas, sólo podemos mirar sus pantallas, incapaces de retirar la vista de ellas a causa de las cadenas invisibles y adictivas que nos sujetan. Y sólo “hablamos” con y a través de éstas: no hay aquí ninguna pluralidad, libertad, discurso, deliberación, identidad; ningún nosotros, ninguna acción, ningún comienzo. Sólo se discursa y actúa en concierto y con acuerdo de los otros. La caverna digital es el mundo ideal de Rousseau, abuelo de los dataístas: “El hecho de que los ciudadanos no se comuniquen entre sí, de que no se produzca ningún discurso, es la condición de la posibilidad de determinar la voluntad general. Toda comunicación deforma la imagen de la voluntad general”.

Ante el vértigo y la “emocionalidad” de la era digital, no somos capaces de calibrar el grosor y la densidad de los cambios que operan en el pensamiento, el discurso y la acción humanos. Esta “barbarie de los datos” de que habla Adorno es mejor conocida como dataísmo. Hoy tenemos “la capacidad de acumular enormes cantidades de datos, nos dice Brooks, esta capacidad lleva consigo un cierto presupuesto cultural —que todo lo mesurable debe ser medido; que los datos son lentes transparentes y fiables que nos permiten filtrar todo emocionalismo y toda ideología—; que los datos nos ayudarán a hacer cosas significativas como predecir el futuro. […] La revolución de los datos nos está proporcionando caminos formidables para comprender el presente y el pasado”. Chris Anderson lo expresa de manera aún más aterradora: “Adiós a toda teoría del comportamiento humano, desde la lingüística hasta la sociología. Olvida la taxonomía, la ontología, la psicología. ¿Quién sabe por qué la gente hace lo que hace? La cuestión es que lo hace y que podemos seguirlo y medirlo con una fidelidad sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por sí solos”. El dataísmo, pues, no busca una explicación ideológica o, al menos, racional del mundo, sino una “operación algorítmica”, que permita “calcular todo lo que es y será”.

Dataísmo y Big Data se dan la mano, pero ninguno nos cuenta nada, porque lo suyo es contarnos a nosotros en cuanto número y en tanto dato; ante ellos somos simplemente datos adicionables: algo, no alguien. El dataísmo y el Big Data no pretenden explicar nada; para ellos no hay por qué ni para qué. Los datos se cuentan y comparan; su acumulación no responde ninguna pregunta: numerar no es narrar, adicionar no busca ni otorga sentido alguno. Para Byung—Chul Han (BCH), “la cuantificación de lo real en la búsqueda de datos expulsa al espíritu del conocimiento”. No olvidemos que para Hegel “la correlación (de datos) representa el nivel más primitivo del conocimiento”. La correlación nos dice cómo se comporta algo, pero no por qué lo hace, menos para qué. Es el concepto el que genera conocimiento, no el dato. “El concepto es lo que habita en las cosas, lo que hace que las cosas sean lo que son, y concebir un objeto significa devenir consciente de su concepto” (Hegel).

Para los dataístas ya no es necesaria acción comunicativa alguna, ni discurso, todo ello es sustituido por el dato: “Los dataístas incluso afirmarían que la inteligencia artificial escucha mejor que los humanos”, nos dice Han. Contrario a lo que muestra Habermas, que la racionalidad comunicativa es a un tiempo “capacidad de razonar y disposición de aprender”, toda vez que en ella “el concepto de razonamiento se entrelaza con el de aprendizaje”, encontramos que en el dataísmo la inteligencia racional no discurre, no razona y no aprende, sólo computa. “Los algoritmos substituyen a los argumentos. Los argumentos pueden mejorarse en el proceso discursivo. Los algoritmos, en cambio, se optimizan continuamente en el proceso maquinal” (BCH). Frente a la acción comunicativa alegan a su favor la velocidad y la eficiencia para procesar la información, donde la proliferación informática desborda y anula el marco discursivo humano, primando sobre el entendimiento la multiplicación de datos que, procesados, hagan innecesarios pensamiento y política. Aunque, advierta Han, que la fugacidad no desarrolla energías políticas.

El discurso queda inoperante y con él el pensamiento. Ya no hace falta un poder externo que arrebate “a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos (y les quite) también la libertad de pensamiento” como decía Kant, basta con nulificar el discurso y la deliberación humanos.

Para quienes practican el dataísmo, la racionalidad comunicativa, que parte de la libertad, autonomía e imprevisibilidad del hombre, opera en contra el conductismo digital, que busca calcular y predecir para inducir y controlar con precisión al individuo aislado en colectivo.

Escribir, dice Handke, es una expedición solitaria, que irrumpe en lo desconocido, en lo no transitado, en el mismo plano que el pensamiento. Frente a ello, el escribir colectivo a través de una plataforma es sólo una acción aditiva, incapaz de “engendrar lo completamente otro, lo singular”: unir datos no genera por sí mismo pensamiento ni comienzo. De este ejercicio, Arendt diría que “todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo llega cuando se ve a partir de un solo aspecto y se le permite presentarse desde una única perspectiva”. Y recordemos a Han cuando advierte: “el homo digitalis no actúa, teclea”.

Para los dataístas “es hora de que abandonemos la ficción del individuo como unidad básica de la racionalidad y reconozcamos que nuestra racionalidad está determinada en gran medida por la estructura social que nos rodea” (Pentland), por las leyes de la física social, de ser eso racionalidad alguna. Para los conductistas no somos diferentes a las hormigas, “es decir, podemos observar a los humanos igual que observamos a los monos o a las abejas, y podemos derivar reglas referidas al comportamiento, las respuestas y el aprendizaje”, sostiene Byung-Chul Han.

Los “dataístas imaginan una sociedad que puede prescindir por completo de la política”, así la democracia pasaría a una infocracia digital, “los políticos serán entonces sustituidos por expertos e informáticos que administrarán la sociedad más allá de los principios ideológicos e independientemente de los intereses del poder. La política será sustituida por la gestión de sistemas basada en datos. Las decisiones socialmente relevantes se tomarán utilizando el Big Data y la inteligencia artificial” (BCH). Ya no se elegirán gobernantes: una plataforma digital los determinará de entre otros datos. Esto, por más aberrante que parezca, es el paradigma de muchos travestidos en “políticos” y consultores electorales hoy en México.

En contra de ello se expresa Arendt cuando sostiene que “lo santo de la espontaneidad humana” reside en su capacidad de comenzar siempre algo nuevo, “la erradicación total del hombre en cuanto hombre es la liquidación de su espontaneidad”, sueño de todo tipo de tirano. La democracia tiene muchas deficiencias, más aún la partidocracia que hemos construido en su lugar, pero a pesar de ellas siempre será mejor y, además, nuestra, en tanto de ciudadanos y no la datocracia que algunos sueñan con imponer en su lugar.

Hoy, sin embargo, atestiguamos el absurdo de concitar personas a un espacio y tiempo, no para deliberar en público e interactuar entre ellas sobre todo aquello que les es común e ingente, sino para que aprendan a ¡utilizar una plataforma digital!, para a través de ella, finalmente, comunicarse y formar un ¡colectivo de datos!, negando así lo que hace humano al hombre y le dota de significado en tanto seres libres, pensantes, parlantes y plurales.

El problema de estos colectivos dataístas es que para ellos el pensamiento hecho discurso es un elefante en la cama, algo que odian y tienen que exterminar; y el espacio físico público de deliberación ciudadana, un riesgo a su arquitectura acéntrica digital. El discurso, frente a los datos, tiene significado, significante, creación, belleza y, sobre todo, libertad. De allí su temor. Además, abrir tiempos ciudadanos es romper el aislamiento digital y, con ello, la fragmentación, dispersión, descontextualización, desconexión y celeridad de los datos y de la información, tan necesarios para el control psicopolítico del que nos habla Han. La “escucha” exige presencia, tiempo y respeto, pero, antes que nada, la acción política de escuchar. Sí, hay mucha más acción en escuchar que pasividad. El oír es pasivo ante el sonido que nos invade y que no podemos evitar. Escuchar es la voluntad hecha acción de prestar atención a lo que se oye, es antes que nada una disciplina y un reconocimiento al otro. El que sabe escuchar, escucha hasta en los silencios del otro. Pero, para escuchar, hay que empezar por saber guardar silencio y abrirse a lo ajeno. Nuestra política no es sorda, sólo no sabe escuchar; las más de las veces, ni a sí misma se escucha. La incontinencia discursiva de nuestros políticos es una huida hacia delante, máscara, escudo y miedo a escuchar.

Nuestra política es hoy confluencia, no interacción. Confluyen los caminos y los ríos, los espectadores en un partido de futbol, los acarreados a un mitin, los convocados a un “encuentro” o los aliados en una coalición electoral. Concurrir es una categoría física de compartir un mismo espacio y tiempo, pero la concurrencia no crea nada más allá que rebaños. Hoy nuestros partidos compiten por concurrir momentáneamente, no por crear nada nuevo, diferente y duradero. Por eso encuentro o concurrencia no hace necesariamente política ni “nosotros”. Hoy se encuentra ciudadanos pero no discursan, ni deliberan, ni construyen juntos una acción que dé inicio a algo totalmente nuevo. En la compartición de datos no aparece el actor ni se hace oír ni ver, no irrumpe lo desconocido, lo no allanado, lo jamás pensado; no hay presencia, discurso ni representación de lo otro, de lo diferente. No hay acontecimiento, no hay espacio ni tiempo compartidos y comunes, pero tampoco se genera pensamiento y, sin él, es imposible la acción verdaderamente política. Con el mayor de los respetos, el dataísmo no es más que “onanismo político”.

Hoy en México, además, prevalece una gran confusión entre proyecto político, programa de gobierno y visión de país. Un proyecto político es como las alianzas electorales que hoy arrastran sus vergüenzas y medianías hacia la impotencia, o como las multiples pulsaciones de la sociedad civil por hallar cauce y destino político a su enojo y frustración, o la pléyade de candidatos en busca de partido, después de haber transitado prácticamente por todos ellos. Un programa de gobierno es una ruta para quien aspira a ser gobierno: partidos, candidatos y estrategas de ocasión. Pero una visión de nación es mucho más que un propósito electorero o un catálogo de planes, actividades y actos administrativos con métricas, presupuestos y calendarios. Visionar una nación es la oportunidad de retirarse del mundanal ruido y abstraerse de su tráfago demencial para idear en un amplio horizonte una nueva perspectiva de nación, para dar comienzo a algo totalmente nuevo.

Una nueva visión de nación, por tanto, no puede ser un listado de recetas y buenos propósitos para la administración pública, sino la refundación de la comunidad política, de su organización, de sus paradigmas, de sus conductas y formas de ver, de entender, de hacer. Una nueva dignidad del hombre, de la vida y de la política en México. Una nueva categoría de pensamiento del ciudadano, de la política, de la Nación, de la libertad, de la identidad y de la pertenencia. Un nuevo lenguaje en esta Babel de ruidos. Un nuevo sentido a nuestra convivencia, discurso y acción políticos. Nietzsche diría, una transvaloración de todos los valores.

La confusión entre proyecto político, programa de gobierno y visión de país, es también una confusión de identidades y de papeles, así, hoy los partidos niegan su carácter de organizaciones político electorales, propias para integrar gobiernos, para travestirse en pactos con la ciudadanía y abrazar agendas sociales; por su parte, la sociedad civil confunde sus causas con cometidos políticos y pretende gobernar apropiándose de los partidos, pero no logra la fórmula para convertir su energía social en acción política efectiva. Finalmente hay otras quimeras que quieren ser todo a la vez: sociedad civil, ciudadanía, partidos, apartidismo y gobierno, y terminan por diluirse en la nada.

Se vale soñar porque la otra opción son las pesadillas. Si no se quiere aspirar a un nuevo sistema, al menos soñar un nuevo instrumento y lógica propios de las relaciones de poder y sus luchas. Tal vez no un nuevo lenguaje, pero sí nuevas formas de leer, significar y experimentar juntos; tal vez no un discurso, pero al menos una poesía liberadora.

México es más grande que cualquier problema. Contra la probabilidad de los grandes números, habrá de hacer valer lo improbable e imprevisible; la negatividad que se impone por sobre lo sabido para abrirse al pensamiento de lo que aún no es y a la acción, para dotar de nueva cuenta a México de sentido. Una visión de país no puede prescribir resultados, su valor en la historia no radica en el cumplimiento de un programa, sino en su hechura y comunicación como apertura de nuevas perspectivas, horizontes y futuros. Una visión de nación.



#LFMOpinion
#Parreshia
#CavernaDigital
#Pensamiento
#Discurso
#Accion
#Politica
#Comprension
#Dataismo
#BigData
#InteligenciaArtificial

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

Sigueme en: