LETRAS

Alienados

Alienados

Foto Copyright: lfmopinion.com

El centro ha dejado de ser el hombre y la búsqueda de su felicidad.

Alineación es existir sin ser, existir siendo otros, fuera de nosotros, ajenos a nuestra esencia y razón de ser en el mundo. Simplemente se existe sin cumplir ningún otro propósito superior, es una especie de vida vegetal, en activo pero sin conciencia. El hombre actual vive alienado y la sociedad, que no es otra cosa que relación de hombres, también. Nos preguntamos por qué el mundo está de cabeza, por qué el hambre y la miseria, por qué la soledad y la angustia, por qué las guerras, por qué la cosificación, por qué la injusticia, por qué la sinrazón. Siempre viendo el fenómeno fuera de nosotros, donde existe un observador y lo observado, sin darnos cuenta que todas y cada uno de los fenómenos arriba mencionados son productos del hombre, de nosotros; son nosotros.

El hambre y la sinrazón no tienen vida propia, son creaciones humanas, resultado de nuestras relaciones con el mundo, con la vida y con las ideas. Vivimos alienados porque vivimos fuera de nosotros, el problema siempre está afuera y afuera lo queremos solucionar. Bajo esa óptica, el problema es uno, allá en el exterior, y mi ser es otro, sin que entre ambos exista o pueda llegar a existir contacto alguno. Yo soy un ente aislado que observa un mundo fenoménico desde lejos y sin relación posible con él, como alguien que ve a través del microscopio las células cancerígenas de su próstata y se engaña pensando que el cáncer es en ellas, no en él. Existimos, pero no somos, o existimos negando nuestro ser, buscando ser algo distinto, diferente, alienante.

Ser fuera de nosotros, ser algo que queremos ser, pero sin jamás ver nuestro verdadero ser y serlo. "Por qué está el mundo de cabeza", nos preguntamos, cuando debiéramos cuestionar "por qué he puesto al mundo de cabeza, por qué me niego a aceptar que el que está de cabeza y tiene todo patas para arriba soy yo". Filosofar es preguntarse sobre lo más inmediato. Quien filosofa se pregunta primero qué es y para qué, luego se cuestiona qué es eso que no es él, que no se confunde con él pero que guarda relación con su ser. Finalmente, cómo se relaciona su ser con todo lo que percibe que no es él. En realidad somos parte de todo, pero nos obstinamos en vernos como algo aislado y único.

Mas continuemos con nuestro tema: El hombre actual ha dejado de preguntarse sobre lo que le es más inmediato, ha dejado de cuestionarse acerca de sí, ha perdido conciencia de su ser. Sólo ve su persona, entendida ésta como máscara según su origen latino. Vemos la máscara que de nuestro ser hemos creado, pero no vemos nuestro verdadero ser. Más no sólo eso, ya en el mundo de las máscaras, en algún quiebre de la historia extraviamos a la persona humana como algo digno, valioso, bello, amable (de amor) y único. El mundo se ha cosificado, hoy lo que importan son las cosas, su obtención y su atesoramiento. Se es o no feliz en función de lo que se tiene, no de lo que se es. Antes se creía que el fin natural del hombre era la felicidad, hoy es tener, atesorar y gozar. Si tienes, eres y entonces puedes gozar. Ya no se trata de ser, sino de tener y de gozar. Son las cosas las que dan los goces y por ello ahora la finalidad del hombre es atesorar y gozar.

El centro ha dejado de ser el hombre y la búsqueda de su felicidad, los valores carecen de especificidad frente a la cosa y la realidad frente a la distracción. El centro son las cosas y el gozo, deidades absolutas. No más "ser o no ser", sólo "tener o no tener" y "gozar o no gozar", donde gozo y tenencia son sinónimos. Pocos son los que a estas alturas gozan de un atardecer, un cielo estrellado o del viento meciendo el bosque, para qué, dicen, si existen los Centros Comerciales y Adal Ramones. Así como la cosa desplazó al ser humano, el goce desplazó la felicidad. Para el hombre antiguo la vida tenía un sentido y un fin superior: alcanzar la felicidad a través de la superación del hombre en todos los ámbitos de su ser.

Para Aristóteles "todo arte y toda investigación, lo mismo que toda acción y elección (la sociedad misma entendida como fenómeno) parecen tender a un bien; por ello, asevera, definieron con toda pulcritud el bien los que dijeron ser aquello a que todas las cosas aspiran", y el bien supremo "de todos los bienes en el orden de la acción humana" es la felicidad. Para el hombre moderno, sin embargo, el bien y la felicidad no son algo intrínseco a las cosas y a las acciones; el bien y la felicidad se hallan fuera del hombre, no es algo a lo que él aspire o deba buscar en sí y en su relación con el mundo. No, el bien y la felicidad radican en las cosas cuyo atesoramiento produce un goce inmediato e instantáneo. La inmediata satisfacción que por inmediata es fugaz y efímera, que nos sume de nuevo en la angustia, vaciedad y soledad de las sociedades modernas, para dispararnos con más adicción a la búsqueda de cosas y goces diferentes, igual de fugaces y efímeros, en un círculo vicioso sin resolución, ni pausa.

En ese círculo vicioso no importan los costos, puedes pasarte la vida pagando un instante fugaz de gozo. Este goce por su naturaleza difiere mucho de la felicidad a la que se referían los clásicos, porque atiende a los apetitos e instintos cutáneos, superficiales del hombre, y responde a una necesidad artificial y creada, no real. Este goce es alienante ya que provoca y facilita la fuga de una realidad que nos es angustiosa y aterradora. Este goce no alimenta cuerpo ni espíritu, porque su fin no es nutrir sino engañar al hambre de ser, embotar nuestros sentidos y anular nuestra capacidad de raciocinio. Los jóvenes de hoy, bien podrían decir que es un cachondeo de sensaciones, un meneo similar al del pseusexo de los tabledances, donde nuestra juventud, creyéndose liberada de los tabús decimonónicos sobre el sexo, en realidad vive hundida en el pánico del sida y en lugar de enfrentar su miedo se fuga en la simulación, a veces pornográfica, a veces poética, a veces erótica del coito.

Nuestro goce difiere pues de la felicidad porque es hedonista, fugaz, escapista, alienante, simulado, estéril y superficial. Cuando el hombre alcanza la felicidad, así sea por medio de las sensaciones más vegetales de nuestra naturaleza humana, logra una plenitud y luz interna que colma su ser y se manifiesta a los otros con un especial brillo en la mirada y sosiego en el alma. Porque la felicidad, cuando es verdadera, nos perfecciona, nos hace mejores, alimenta el alma, regocija el espíritu, hace cantar a cada una de nuestras células, acalla la mente, nos conecta con la energía positiva que hay en el universo y comulgando con ella nos sentimos uno con todo sin dejar de ser nosotros. Por contrapartida, los goces hedónicos de nuestra época, más que darnos quitan, dejándonos en un mayor desasosiego y vaciamiento del que pretendíamos escapar. No serenan, antes bien alteran, conflictuan, angustian. ¿Han notado que no existe distracción moderna alguna sin ruido ensordecedor, sin agitación, sin estados alterados?

Pero al final, la realidad aterradora no sólo continúa allí después de nuestro sueño artificial, de nuestro baño de adrenalina, sino que sus demandas y terrores se han hecho más aterradores y presentes. Ante ello corremos, cual adicto, por más goce-aturdimiento. Cosificación en vez de hombre, goce-aturdimiento en vez de felicidad. Tal es el mundo hoy. Tal nuestra alienación. Si observamos con detenimiento, el ser humano ha sido expulsado de la realidad incluso en el propio tratamiento de sus problemas. La economía, que en sus orígenes fue economía política y hallaba su razón de ser en tanto instrumento al servicio del hombre, se desligó de éste y ahora es una ciencia encerrada en sí misma, la alquimia del mundo moderno, cuyo fin es la propia economía: se quieren economías sanas y fuertes sin importar sus consecuencias en el hombre. Economía y comercio sanos, aunque de por medio vaya la vida de millones de seres humanos.

Hoy, hay que repetirlo, la miseria no tiene parangón con ninguna otra época anterior, no sólo es mayor en cantidad, miles de millones de seres sufren de ella, sino que es mayor en calidad, ya que es una miseria más inhumana, más degradante, más ruin y más dolorosa que nunca antes, porque hoy la miseria no sólo es económica, sino también humana; el miserable no sólo carece de los satisfactores esenciales para su supervivencia, sino que también ha perdido su dignidad, su autoestima y su esperanza. Hoy el miserable está más sólo y más incomunicado que nunca, su depresión, angustia y dolor no fueron conocidos ni siquiera por el hombre de las cavernas. Millones de seres humanos, hay que repetirlo a riesgo de caer en el ejemplo del microscopio- nacen condenados a una vida sin opciones de salud, de alimentación, de educación, de felicidad, de cariño, de esperanza. En la economía lo único que cuenta es el comportamiento de la economía, como una entidad con realidad y vida ajenas al hombre. Son sus índices de medición los que importan, no sus efectos en la cotidianeidad del grupo humano que la sufre.

La economía dejó de estar al servicio del hombre, el hombre se halla esclavizado a los modelos económicos. El hambre, la enfermedad, la muerte, la desesperación de personas de carne y hueso no cuentan de cara a una sociedad que dejó de medirse en escalas humanas para hacerlo por resultados financieros y econométricos. Así como la economía se independizó del hombre para esclavizarlo, las máquinas y las cosas dejaron también de ser instrumentos a su servicio para ser fetiches de su gozo. ¿Cuántos hombres no viven hoy en función del coche? Su conversación es monotemática y se centra en automóviles, su realización se reduce a adquirir el último modelo, aunque vivan para pagarlo y cuando alguien llega con un modelo más nuevo, más potente, más llamativo su sufrimiento es peor al de la pérdida de un ser querido. Para ellos la carrera no tiene fin, el coche dejó de ser un vehículo, un instrumento de transporte, para convertirse en una razón de vida, en autoestima, en aceptación social. Bien podríamos decir que se cosificaron en el auto y éste son ellos, una especie de involución suicida.

El hecho es que hablamos de la economía, de la sociedad, de la política, de la familia, del empleo, del comercio, de la guerra, de la seguridad como fenómenos con vida propia, ajenos al ser humano o, peor aún, como realidades donde éstos son sólo componentes marginales, insumos, combustibles, tramoya. Lo importante ya no es el ser humano, ni su vida, ni sus sueños, ni sus pesares, ni su felicidad, sino las cosas con independencia a él, y a veces a costa de él. Analicemos las noticias. En éstas el ser humano suele tener un tratamiento doble en función del interés del medio y del sistema de propaganda que lo domina. Así, si no es afín a los intereses económicos y políticos que por el medio se expresan y protegen, el sujeto es un maldito terrorista, un enemigo de la libertad y de la democracia, un enemigo de verdad y la paz que, o hay que exterminar, o fue justamente exterminado. Un corrupto y un mentiroso.

Nunca se nos presenta como un hombre con pasado y presente, con familia, con amigos, con sueños. Con claros y oscuros. No, simplemente como la encarnación del mal. Puede no tratarse de una persona en singular, sino de pueblos enteros, entonces se nos dice que se lucha por su liberación, aunque sean sus vidas -civiles e inocentes- las que se pierdan por su supuesta libertad. Estos silenciosos y silenciados liberados tampoco tienen nombre, ni cara, ni pasado, ni presente, ni familias, ni religiones, ni libertades, ni casas; menos tienen imagen, su representación, bochornosa y lacerante, son simples luces de bengala tomadas a kilómetros de distancia en la noche.

Jamás podremos verles a los ojos y escudriñar en su mirada la desesperanza y el dolor que los embarga. Sus muertos nunca aparecen en pantalla, sus mutilados tampoco, como nunca aparecerán los deformes de hoy por los químicos rociados en Vietnam hace 30 años, o los cancerígenos de Hiroshima y Nagasaki, ni los desmembrados por las minas sembradas hace años que explotan el día todavía hoy bajo los pies de niños jugando fútbol o del campesino arando su tierra. Ah, pero cuando la imagen del sujeto puede ser utilizada por el sistema de propaganda para enardecer los ánimos y mantener la paranoia, entonces la cobertura nos muestra a un ser especial, buen padre, hijo amantísimo, esposo fiel, patriota sin par, creyente iluminado, ciudadano ciudadanizado, demócrata angelical, héroe epónimo. La viuda sale a cuadro, los hijos jugando en el columpio, la madre llorosa, el amigo triste, el Presidente pensativo, la bandera ondeando porque este ser superior fue sacrificado por la insania del mal y sus esbirros.

En ambos casos, el ser humano, su vida, muerte y familia es ultrajada y utilizada con fines propagandísticos (se recomienda ver en Política "Carta a la nuera de Fox"). Su vida y su dignidad carecen de mayor valor que el comunicacional. El ultraje no sólo se comete por quienes así utilizan al ser humano, sino por los millones de televidentes que día tras día aceptamos que se nos presente una vida donde la vida no es vida, donde el ser humano es sólo personaje en el escenario propagandístico donde vida y muerte se reducen a imágenes utilizables a discreción. Cuando quien mata es afín al medio o en su aliado la imagen se esconde, se falsea, se edita para restar de ella todo aquello que pudiese mostrar su monstruosidad; no obstante, cuando quien mata es el enemigo, las imágenes se explotan en su máxima amplitud, se editan para causar la mayor sensación repulsiva, se magnifican, se repiten hasta la saciedad.

En ambos casos se juega con la vida o muerte de un ser humano y se juega con nosotros y con nuestros valores. En ese esquema hay muertes permitidas y hasta necesarias, merecidas, aplaudidas; en el otro hay muertes falseadas en favor de la paranoia y la manipulación. Toda muerte, como toda guerra, es una sinrazón. Pretender que hay guerras buenas y muertes buenas, en función de quien aprieta el gatillo y quien no, es un insulto a la vida y a la inteligencia. Obnubilar nuestro razonamiento para que aplaudamos una muerte y sancionemos otra es una monstruosidad. En ambos casos, el ser humano no es más que un artilugio de la propaganda con que se nos engaña. Videoescandalizar es el verbo mexicano del momento, acción que no está ajena a la manipulación arriba reseñada. Esta realidad tan miserable responde a muchas razones, sin duda a la concentración de riqueza y poder en unos cuantos, al sistema capitalista imperante que sobrevalora las cosas y el atesoramiento por sobre el hombre, al manejo políticamente sesgado y no ético de los medios de comunicación y a su connivencia con los grandes intereses económicos, pero por sobre todo por al vaciamiento de la humanidad del ser humano, a su alienación, a nuestro empeño en negar nuestro verdadero ser y nuestra verdadera vida.

El hombre moderno no tiene parecido al ciudadano libre de Grecia y Roma, ni al hombre abierto al mundo y al saber del renacimiento, más bien se identifica con al peón del medioevo o al encasillado del porfiriato. Al hombre temeroso de los demonios del oscurantismo, reeditado éste por la ignorancia, cháchara y superficialidad del mundo actual. No sólo ha quedado el individuo sin capacidad de autoestima al perder su calidad humana para cosificarse y convertirse en simple número y engranaje de los procesos de producción, sino que además se sabe incapacitado para participar en la toma de decisiones. Las explicaciones que hoy en día se dan sobre nuestra realidad nos resultan más extrañas que los jeroglíficos egipcios: "El índice Nasdaq bajó dos puntos porcentuales, lo que impactó a los mercados al alza, existiendo además una toma de utilidades y una fluctuación del tipo de cambio que impactó a la baja nuestro ritmo de crecimiento, apreciándose una modificación en el déficit presupuestado de más 0.002 por ciento". Este lenguaje sólo sirve para enmascarar una realidad de pérdida de empleos, alzas de precios, contención del gasto público, reducción en servicios de salud y en financiamiento a los pequeños ahorradores, aumento de las tasas de interés, crisis en la planta productiva, migraciones masivas e inseguridad.

La gente no sabe descifrar los terminajos tecnificados de nuestros economistas pero entiende con claridad el mensaje, un mensaje que, sin embargo, lo margina de la discusión porque ya no se trata de fenómenos cercanos y entendibles a él, como empleo, salud, comida, seguridad, agua, servicios, sino de verdaderas entelequias, deidades del Olimpo moderno, que sólo unos cuantos iniciados entienden y, por ende, sólo ellos pueden decidir. El mundo, pues, se mueve sin que nosotros podamos hacer nada al respecto, somos como polvos en el desierto o gotas en el océano.

Tal es nuestra significancia. Esta realidad no sólo retroalimenta nuestra infravaloración, sino que nos llena de un vacío y desesperación que nunca generación alguna conoció. Sabemos que nos vamos a quedar sin empleo, que nuestros hijos van a pasar hambre, que tendremos que vivir de malvender nuestras pertenencias hasta que éstas se acaben, luego de la solidaridad familiar y finalmente de la caridad, pero no vemos salida y solución posible. Frente a una realidad que nos avasalla, no nos queda más que soportarla en desesperación, vacío y soledad. Esta realidad también ha carcomido las estructuras sociales de solidaridad comunitaria, el individuo hoy, viviendo en grandes urbes, se halla más sólo y abandonado que el medioevo que vivía en pequeños villorrios aislados pero compenetrados en sí.

La familia es, sin duda, la primera en resentirlo: dado que el salario del hombre resulta insuficiente para proveer a su familia, la madre y los hijos mayores han tenido que salir al mercado de trabajo, lo cual ha incrementado la demanda de trabajo y posibilitado pulverizar los salarios y las prestaciones correspondientes. La familia se ha desintegrado sin lograr con ello la satisfacción mínima de sus necesidades. Un hombre con tiempo libre es una amenaza para quienes detentan el poder y la riqueza. Un hombre con tiempo libre piensa y si piensa se pregunta sobre su situación y toma conocimiento de la misma. En ese tenor, el hombre actual no puede tener espacios de ocio, o, al menos, de ocio productivo.

Padre y madre trabajan hoy más horas sin mayor salario y sus ingresos son sólo de subsistencia, mientras sus hijos crecen fuera del hogar familiar. Cuando hombre y mujer llegan a su casa carecen de fuerzas para atender los mínimos requerimientos de atención y cariño de los suyos. Además, es tal su hartazgo que lo único que ansían es escaparse un momento de su horrible realidad. Para ello tienen la televisión, el alcohol, otras drogas, la religión y el fútbol, que si se observan de cerca responden al mismo patrón de fanatismo. Años antes hubiese listado también la política, pero ésta murió sin que nadie lo notase.

El hombre actual, pues, no tiene espacio para el ocio, sólo tiene tiempo para el negocio, carece de tiempo libre, tranquilidad y descanso para filosofar, para cuestionarse sobre sí. Así, en este mundo de ruido y cosas, el hombre, arrinconado y temeroso, se encuentra solo, desesperado, desesperanzado, en sufrimiento y sin entender qué diablos hace aquí y qué sentido tiene la vida. Vive alienado, fuera de él. Existe, pero ¿es? Parafraseando a Paz, no nos queda más que la verdad o la alienación. Vivir afuera o adentro. Vida real o muerte en vida.



Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

Sigueme en: