Piedra de amor
I
Alguna vez, durante mi juventud, fui dueño de una bella y enorme roca, un monumental tesoro bañado en oro y adornado con rubíes, zafiros, esmeraldas, cristales preciosos y trozos de obsidiana: una piedra de amor.
Orgulloso, llevé esta roca de amor hacia la montaña de mis expectativas, jalando de una carreta hecha de fina caoba y una cadena de plata.
II
Soy rencoroso.
Soy dueño de un rencor masoquista, suicida. Imagino que me parte un rayo, que me asedia un infarto fulminante, que me borra la mano siniestra de Dios.
Hallo consuelo en imaginar que lo último que me dieron en la vida fue un disgusto. Pienso en la culpa ajena dibujando una sonrisa de satisfacción en mi muerta cara, como si lo único que me valiera como legado fuera el amargo recuerdo de un reproche y el desasosiego de lo irresoluble.
Quizá porque es terriblemente cierta la vigencia de lo doloroso en comparación con los momentos de felicidad y juego. Como sea, tiene que salir de esta forma. Mi egoísmo no me permitiría simplemente desaparecer aunque en todo caso sea el mismísimo resultado. Además, ¿qué haría yo abandonado de cualquier propósito, sin amigos, sin familia?
III
Más pronto que tarde tronaron las ruedas de mi carreta y me vi obligado a jalar la piedra de amor, que amarré con mi cadena. El esfuerzo fue mayor, pero mis ganas de amar mantuvieron viable esta empresa.
La cadena plateada terminó cediendo a media montaña y decidí empujar mi roca cuesta arriba. Por el miedo a los ladrones me abandoné a la desesperación y la prisa hasta que se quebraron los cristales y algunos rubíes y esmeraldas. Mucho de lo que adornaba mi piedra resultó bisutería y el recubrimiento de oro era pintura casi en su totalidad: falsedad y estafa.
Pero yo estaba orgulloso de mi piedra. Todavía brillaban fríamente los zafiros y la obsidiana le daba cierta dignidad artesanal. También descubrí oro genuino oculto bajo aquel recubrimiento falso.
IV
Me aferraba a cierto optimismo y quizá le auguraba a todos los que conocía un porvenir de dicha. Veía los funerales como espejismos que se desvanecían a pocos días de ocurrir, como anomalías y no como la regla.
Ya entonces era consciente de la ingenuidad que habita en tales ideas, pero también estaba orgulloso de la pureza de aquella línea de valores. Algunos decían que era un defecto del carácter, otros de manera más ramplona decían que me faltaba maldad (sic), pero a mí me gustaba porque contrastaba severamente con otras actitudes mías como el rencor suicida que hoy me carcome: la contradicción como parte de ser congruente.
Tal vez sí se me hincha el pecho por mis seres queridos, por lo mucho que los ame y por todo lo que pudieron darme a cambio.
V
Aquella montaña empinada ocultaba otros peligros. El peligro del descanso, del hastío y la rutina. Me acostumbre al peso de la roca, pero ignoré que aquel terreno borrascoso y la monotonía del movimiento diario mermaron su estabilidad; tampoco cuidé mis energías. Bastó un raudo ventarrón para que mi piedra rodara cuesta abajo.
Fue entonces que descubrí la verdadera naturaleza de la piedra. Su capa dorada ocultó por años que no se trataba de un monolito firme, sino de un trabajo de barro cocido. ¿Se trataba acaso de una pieza meramente ornamental que debí guardar celosamente en la intimidad? ¿En qué momento de mi juventud e incluso de mi ya lejana infancia tomé la decisión de someter a aquel adorno a este viaje solo para coronarlo en la más alta de las cumbres, a la vista de todos? Y lo más importante, ¿había sido yo quien tomó esa decisión o fueron los muertos dioses o alguna otra voluntad irascible?
VI
El flamazo azul de mi histeria cauteriza mis sentimientos y la cicatriz aún temblorosa hiede a autocompasión. ¿Será por eso que lidiar con la lástima ajena es tan criticable y vergonzoso?
Claro, dejemos estos despojos, a estas ruinas fenecer en los páramos del destierro. Que todo aquel que no tenga fuerzas para sostener su humanidad se arroje de bruces al olvido. Al fin que así ha sido siempre y nunca nada cambiará.
Este pensamiento de que todo muere me inunda. Yo mismo he sentido un par de veces un agarrotamiento que me hace imposible creer en duplicar mi edad. Pienso, quizá unos 20 años más, pero entonces recuerdo lo que hacía de mi vida cuando tuve 20 años menos y me parece un suspiro. ¿Qué hacía? Tal vez besaba y amaba a mi novia con desmesura, creyendo que aquellas sensaciones jamás acabarían.
VII
Agotado y frustrado, recogí los trozos de obsidiana que brillaban bajo la luna en la noche del desengaño e intenté abrazar la resignación. ¿Con una sola vida cómo podría yo saber para qué servía mi piedra de amor o cuál era su destino o de qué estaba realmente hecha?
Odio la ambición secreta del amor de doblegar mi voluntad, pero extraño sus hermosas cadenas plateadas.
Soy un Sísifo del amor. Aquel cuya roca rodó hasta volverse añicos. Estoy a los pies de la montaña y aún conservo algunas partes de aquello que alguna vez fue mi posesión más preciosa, pero no encuentro los pedazos más valiosos. El oro, los zafiros, mis ganas de vivir. No los encuentro.
Un día fui dueño de una roca de amor. Hoy me queda su recuerdo y la esperanza de que vengan los dioses y me atormenten con otra agridulce encomienda, pero nadie viene. Hoy sólo me queda el rencor.
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