LETRAS

El mensaje

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Desde el hallazgo de los evangelios gnósticos en Naj Hammadi (1945), ningún descubrimiento había cimbrado a la humanidad como el mensaje arrojado en playas sajonas hace escasas tres semanas. Desde entonces, aquella desaparecida y misteriosa civilización abruma los desvelos de nuestra, hasta ayer, tranquila aldea global. Como siempre, Meyer adelantó sus conclusiones, tan inmediatas como desatinadas; Abd Al-Masih y Suharto acusaron la falsía del texto; Bulgákov sospecha posesos y Jefferson denuncia montajes terroristas. Sahagún, más prudente, propone abismarse en los textos del sepultado país para entender su extinción y… ¿resurrección?

Los antiguos, nos dice, lo vieron con claridad. Tannenbaum, sociólogo, sostuvo que la "Psicología de Batalla" regía al desaparecido pueblo: imperaban en él la ambición personal y la ausencia de escrúpulos. Su sociedad, si bien "tranquila, generosa, amigable y desbordante de vitalidad", vivía al día, sin idea del mañana: "La vida, dice, carece de sentido de permanencia. Toda existencia se halla al borde del desastre. Este peculiar fatalismo deviene en irresponsabilidad, en sentido de inutilidad, en la sensación que habrá suficiente tiempo mañana… si hay mañana". Se vive, pues, en un mundo donde el escepticismo y el cinismo son signos de salud e instrumentos de sobrevivencia[1].

Antes que él, Samuel Ramos, filósofo de la época, analizó, bajo la teoría de Alder, la auto-desvalorización y desconfianza del singular pueblo; observando cómo éstas le cercenaban el futuro, obstaculizaban su reflexión e imposibilitaban una sociedad organizada y normada. "La vida", dijo, "da la impresión, en su conjunto, de una actividad irreflexiva, sin plan alguno. Cada hombre sólo se interesa por los fines inmediatos. Trabaja para hoy y mañana, pero nunca para después. El porvenir es una preocupación que ha abolido de su conciencia (…) ha suprimido de la vida una de sus dimensiones más importantes: el futuro". Y una vida circunscrita al presente sólo puede regirse por el instinto. "La reflexión inteligente, destacaba Ramos, sólo puede intervenir cuando podemos hacer un alto en nuestra actividad. Es imposible pensar y obrar al mismo tiempo. El pensamiento supone que somos capaces de esperar, y quien espera está admitiendo el futuro. Es evidente que una vida sin futuro no puede tener norma. Así, la vida está a merced de los vientos que soplan, caminando a la deriva. Los hombres viven a la buena de Dios. Es natural que, sin disciplina ni organización, (la) sociedad sea un caos en el que los individuos gravitan al azar como átomos dispersos"[2].

Para Zea, otro antiguo filósofo, en aquella nación sólo se atendían los aspectos más inmediatos, urgentes y epiteliales de los problemas, bajo una moral circunstancial y cínica; incapaz de organizar el mundo a la luz de una escala de valores que trascendiera lo inmediato y generara normas y consensos de eficacia generalizada. Las relaciones políticas, dice, se regían por lo concreto e inminente, rehusándose a la más elemental abstracción: "La idea de nación aparece como nula (y) la idea de Estado, en su sentido clásico, carecerá de sentido. (Su ciudadanía) tiene una idea, la de gobierno; pero en el más ingenuo de los sentidos: como el de alguien[3], casi providencial, que posee el suficiente poder para prever y proveer por aquello que necesita muy concretamente. Ese alguien no es, en forma alguna, una abstracción. Ese alguien es tan concreto que puede siempre ser localizado dentro de una relación familiar o amigal"[4].

Desconfiado y resentido, aquel pueblo, concluye la investigación de Sahagún, se cerró a cualquier esfuerzo que desbordase los intereses personales de sus miembros, que osara más allá de lo urgente, que abordara la solución más o menos permanente de los problemas, que lo comprometiese con algo o con alguien. Esa desconfianza y resentimiento se expresó en el cinismo, ya señalado, y en una simulación descrita en el teatro y literatura de época y nación.

En El Gesticulador, obra del XX, el personaje principal pregunta y responde: "¿Quién eres tú? ¿Quién es cada uno? Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados; ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de abogados, demagogos disfrazados de hombres". No lo sabe, pero es a su hijo a quien contesta; éste, al inicio de la obra, le reclama su derecho a la verdad: "¡Quiero vivir la verdad!, implora, ¡estoy harto de apariencias!"[5] Octavio Paz, poeta del mismo siglo, destacó que en esa sociedad el individuo "excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta –si no estalla y abre el pecho- lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar"[6].

Los estudios de Sahagún rescatan una cita del arquetipo político de aquellos hombres: "Entre nosotros (…) el espíritu de desconfianza y ambición postula la conspiración como profesión y al abuso de los más preciados derechos en título de gloria y encomio. La paz tiene pocos seguidores, la prudencia todavía menos"[7].

Imposible leer estos textos sin que asalte a nuestro recuerdo el Mirabeau de Ortega y Gasset[8]. No por su inicial apología sobre la impulsividad, el activismo y la falta de escrúpulos -tan necesarios en el político-, pero que termina por acotar: "No se pretenda excluir, dice, del político la teoría; la visión puramente intelectual. A la acción tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación; sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle". La nota de intelectualidad debe coronar la enérgica figura del hombre de acción y es "el síntoma que distingue al político egregio del vulgar gobernante". No, no por eso. Tampoco por su magistral diferenciación entre el gran político y el pequeño: el primero, dice, tiene misión creadora: "vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre". El pusilánime, el político minúsculo, "carece de misión: vivir es para él simplemente existir, el conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros –sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público-. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible (…) no tiene[9] nada que hacer: carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior ‘destino’, forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos –el placer y el dolor-. Busca el placer y evita el dolor". Más tampoco es por ello que lo recordamos, sino por aportarnos lo que creemos sea la principal causa de la desaparición de aquella, alguna vez, luminosa sociedad. Decía el hispano: "La realidad histórica efectiva es la Nación y no el Estado. El gran político ve siempre los problemas del Estado a través y en función de los nacionales (…) en la historia universal triunfa la vitalidad de las naciones, no la perfección formal de los Estados", pero el político pequeño "tiende siempre a olvidar esta elemental relación, y cuando piensa en lo que debe hacerse (…), piensa, en rigor, sólo lo que conviene hacer en el Estado y para el Estado". Tal fue la ruina de México.

Los gobernantes mexicanos de finales del XX y principios del XXI carecían de visión de futuro; eran presas de la ambición y del cinismo, de la frivolidad y la simulación, de la desconfianza y el escepticismo; amoralantes;[10] pusilánimes sin escrúpulos; egotistas y diminutos; corruptos más allá de la abyección. Sólo con ojos para el poder[11].

Paradójicamente, lo primero que perdieron fue la razón del poder. Lo entronizaron en fin en sí mismo, vaciado de pueblo, de deliberación democrática, de proyecto común. Develar la voluntad subyacente en la sociedad y postularla en proyecto político dejó de ser asignatura obligatoria. Lo segundo fue que sus gobernantes optaron por un dueño diverso y antagónico al pueblo: el poder economediático. Siendo el desiderátum del Estado la protección de intereses particulares, la lucha política se centró en el control de parcelas de un poder gerencializado, de franquicias partidistas y dineros publicitarios. En vez de asegurar la alimentación del pueblo, medraron de su hambre; en lugar de enmendar una nula calidad educativa, riñeron por los ardores de una mafiosa magisterial; se fotografiaron pintando escuelas, abrazando niños, aumentando salarios a un magisterio lumpen. No fomentaron la creación de empleos, el crecimiento económico, la producción del campo, la salud pública, la cultura, la industrialización. Gobernar fue lucrar con acciones inconexas y asistenciales.

Atenidos a lo concreto e inmediato, devotos a lo insignificante, redujeron el arte del buen gobierno a la administración personalísima de favores individualizados. El pueblo no era un concepto que demandara soluciones profundas, generales y de largo aliento, sino una serie maniaca de relaciones particulares y aisladas de otorgamiento y cobro de favores.

Por décadas se abismaron en una reforma del Estado hasta convertirla en deidad (Muñoz Ledo se llamó el sumo sacerdote de ese culto). Nadie se percató que lo requerido era una sociedad nueva, no una estructura.

Proveedores providenciales de ayudas individualizadas, no gobernantes con visión estadista, soluciones de gran calado y efectos dilatados; no políticos de arrojo temerario, temple de Titán y misión de patria. No, sólo almas banales y vanidosas, vergonzosas y vergonzantes. Travestís de la política que se acostaban de un color, amanecían de otro y pardeando abrazaban alguno diferente, aunque no por mucho tiempo. Actores de telenovela, imágenes de cartelera; pragmáticos de actuar frenético, irreflexivo y entrópico. Idólatras de las ocho columnas, adictos al aplauso efímero pero de incógnitas e imperecederas consecuencias. A estos gobernantes los perdió su afán de popularidad: era más importante ser y conservarse popular, que gobernar. Pensaban en mercadotecnia, no en política; en las cámaras, no en la Nación: civismo sin ciudadanos, política sin polis, Estado sin Nación, gobierno sin ética, acción sin responsabilidad; simulación, encuestas, publicidad.

Por eso, cuando en el 2046 la Presidenta Rice ordenó levantar la Gran Muralla Freedom North en la frontera de Halliburton (entonces Estados Unidos) con lo que fue México (hoy Guantánamo II) y cerrar su territorio con otra (Freedom South, 2048) en la margen superior del Canal de Tehuantepec, y bloquear sus litorales con portaaviones y submarinos; algunas voces, tenues, quisieron recordar que por igual disimulo de Nación dos siglos antes México perdió la mitad de su territorio.

La Alianza Petrobursátil convirtió a Guantánamo II en Prisión Mundial (2059). Tras el holocausto de 2068 el Consejo de Naciones Antiterroristas decretó extinta la vida en su territorio. Sin embargo, un misterioso mensaje hallado recientemente en las playas sajonas del AlKaeda Singapur Bank atormenta los dogmas del mundo libre. Dentro de una algosa botella de plástico (material ecológicamente condenado desde la Revolución del 2029), escrito sobre corteza de Ámate (árbol oficialmente extinto desde el asteroide del 2045) y redactado en un sincretismo de lenguas muertas (posiblemente náhuatl, arameo y tibetano); el documento, fechado hace quince años, reza, según la más creíble de sus traducciones:

No acabarán mis flores,
no cesarán mis cantos…

Jesús Itzamna Quetzalcuatzin
Aztlan del Noveno Sol
(3012 DC)

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[1] Tannenbaum, Frank; México: The Struggle for Peace and Bread 1950.
[2] Ramos, Samuel; El Perfil del Hombre y la Cultura en México, 1934.
[3] Cursivas en el original.
[4] Zea, Leopoldo; Conciencia y Posibilidad del Mexicano, 1952.
[5] Usigli, Rodolfo; El Gesticulador, 1938. Ver también Tres Comedias Impolíticas 1933-193.
[6] Paz, Octavio; El laberinto de la soledad, 1950.
[7] Convención Constituyente, 16 de Junio de 1856.
[8] Ortega y Gasset, José; Tríptico, 1947.
[9] Cursivas en el original.
[10] Amorales + pontificantes.
[11] Se presumen excepciones de anecdótica marginalidad.



Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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