LETRAS

ADRIÁN

ADRIÁN
Para José, en cambio, el derecho es un negocio y la justicia su meretriz; no un problema de valores y fines, sino de personas, dinero y poder.

En el juego infinito de los grandes números estaba escrito que en esa oscura mañana del tres de enero de 1972 no hubiera manera que esos dos irreconciliables se toparan. Pero lo hicieron.

Dos mundos antagónicos iban a encontrarse revisando una lista de clases y horarios del primer semestre en la facultad de derecho en la UNAM; lista que la noche anterior una secretaria había mezclado con el distraído y vaginal ímpetu que en sus entrañas avivaban las embestidas guevaristas de un porro cuarentón del tercer semestre de ciencias políticas con trasero de Ministro de la Corte.

Nada nuevo habría en su haber. Nada nuevo bajo el sol. Tan solo la repetición infinita del mismo encuentro en su cósmica imposibilidad-necesidad: Caín y Abel, Ying y Yang, Cortés y Moctezuma, noche y día, serpientes emplumadas.

Adrián había sido educado en escuelas oficiales, José por maristas. Pronto fueron tan inseparables como disímbolos: José era exhibicionista y sociable, conocía vida y milagros de todo mundo, tejía complicados mapas de relaciones familiares, de amistades y negocios; fatigaba cafeterías, sociedades de alumnos, clubs deportivos y hasta concursos de estudiantinas en acciones publirrelacionistas; manejaba más información que el propio Rector. Con temeraria habilidad cuenteaba a maestros para que lo pasaran por "buena onda" y enamoraba noviecitas(os) para que le hicieran tareas y presentasen exámenes. Su pragmatismo estaba en proporción directa a su avidez de reconocimiento y dinero. Sobre todo lo último.

Adrián era reservado y soñador, de suaves y vacilantes modales. Vivía en la intimidad de los conceptos. Creía en el Derecho como "Instrumento" de la justicia y que ésta terminaría, junto con la verdad, por prevalecer. Para él la amistad debía ser indemne al interés y el amor a la posesión. La carrera de derecho y su enfoque utilitarista no tardaron en decepcionarlo.

Ambos amigos personificaban constelaciones irreconciliables del derecho mexicano. Para Adrián el derecho se nutría de los valores y fines supremos de la convivencia humana, en pos de los cuales se norma la conducta del hombre: "Para que un fin sea, decía, una conducta debe ser. Nuestra conducta puede ser de innumeras maneras, pero sólo debe ser de una si honra el fin que persigue y los valores que sustenta." Para él el derecho era un mundo de ideas e imperativos; institución y salvaguarda de la sociedad; regla, medida y control de todo poder; solución del homo homine lupus y del Leviatán; instrumento y expresión superior de la convivencia civilizada, soporte de la paz.

Para José, en cambio, el derecho es un negocio y la justicia su meretriz; no un problema de valores y fines, sino de personas, dinero y poder: "No se engañen, suele decir a sus clientes, si es juez, lana; si es jueza, cama".

Para Adrián el derecho era el medio para una convivencia justa y pacífica, para José la senda a la riqueza, de ser necesario a través del conflicto, la injusticia o la mentira, y si éstos no existían había que crearlos.

José y Adrián no sólo entraron juntos a la Universidad, también lo hicieron por primera vez a los juzgados. José, en menos que canta un gallo, socializó con una secretaria de dientes y cabellos dorados que, sin dejar de mascar chicle, escribir a máquina y limarse las uñas, abría el cajón de su escritorio para que los "Lics." arrojasen a su interior una especie de bono de desempeño. Su sobrino era el encargado del archivo y representante del Sindicato en el juzgado, así que "lo que se le ofrezca mi Lic.".

Dos días después, Adrián, aún demudado por su visita a los infiernos litigiosos, acompañó a José a "La Corte", cantina de prosapia allende a tribunales. En ella "el sobrino" los esperaba con un señor menudo y parecido a Joaquín Pardavé a quien presentó como: "Señoría, el Juez Elpidio Chemor".

Botella de tequila de por medio, y al son de "Si nos dejan", José ganó su primer caso y, con él, a sus dos primeros socios: el dueño del despacho, el Lic. Montiel, maestro de Civil I, que descubrió en su novel pasante jugosas habilidades, y Marianito, el sobrino, que, asertivo, convocaba a "La Corte" a Jueces, Magistrados, Ministerios Públicos, prevaricadores y suripantas de variopinto pedigrí.

Antes de terminar el primer semestre José se compró un Ford Galaxi negro semiusado; al segundo lo cambió por uno del año y una Harley, para el sexto -ya coleccionista consumado de autos, motos y pistolas- fundó su propio despacho (le salía más barato pagar abogados que compartir utilidades con Montiel). Fue el primero en recibirse –previa compra de tesis, jurado y mención honorífica. Se especializó en asuntos penales, no porque la materia le gustase mayormente, sino porque, dice: "un cliente tras las rejas paga lo que sea para salir". Buena parte de su fortuna es producto de su sociedad con Ministerios Públicos que con diligente eficacia colocan a los prospectos de negocio en óptimas condiciones carcelarias para su contratación. Hoy cobra como Senador en la pseudoizquierda mexicana con aspiraciones a más (José, no la impostura).

De Adrián poco se sabe. El último registro fidedigno lo ubica recibiéndose de licenciado en letras muertas. No hay elemento alguno que permita presumir la conclusión de sus estudios en derecho. Hay quien dice que vende tacos de perro en Chimalhuacán, otros lo ubican tras un pasamontañas; su madre lo imagina de sotana en Oaxaca y un periodista colombiano asegura que con el nombre de Maqroll surca pesadillas en puertos y montañas. Una antigua novia asevera que vende suscripciones de puerta en puerta de un periódico manuscrito y los domingos por las noches limpia baños en el Azteca.

Durante muchos años se dijo que escribía la obra cumbre del Derecho Positivo Mexicano y que la Editorial Porrua había comprado los derechos de los cuatrocientos veintitrés primeros tomos. La misma historia sostiene que una gris mañana, tras lustros enclaustrado, salió a caminar por la Ciudad. Era año electoral y ésta vestía de vacuidad. Días y noches sin tiempo vagó por calles y plazas olvidadas de sonrisas, colmadas de rencor, sórdidas de estulticia, rebosantes de desventura.

Entre marchas y plantones regresó a casa, dejó al viejo tocadiscos reencontrarse con la única Novena, recitó entre lágrimas El Suicida de Borges y se prendió fuego bañado en Sotol. Obra y biblioteca ardieron por tres días consumiendo doce viviendas, una carnicería, un salón sin bellezas y diecinueve puestos fijos de ambulantes. Las diez mil escuelas de derecho, los prevaricadores no gubernamentales, la judicatura en pleno y Marianito Quánto, líder sempiterno del Sindicato Único de Tribunales Nacionales y Conexos, se apresuraron a desmentir la especie. De acuerdo a las últimas investigaciones la existencia y desaparición de Adrián son producto del delirio de un mexicano extraviado en la realidad.

Ajeno a todo ello, ayer, en la cósmica imposibilidad-necesidad de la Macroplaza de la Ciudad de Monterrey, Margarita y Raúl, estudiantes de derecho, ella diminuta y quimérica, él adicto, se besaron por primera y eterna vez.

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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