¿Qué sigue?
¿Qué sigue?
Pregunto, no sin temor a ser quemado en leña verde por tan sólo plantearlo.
No pretendo se dé carpetazo a nada, tampoco demeritar dolor, enojo e, incluso, agendas y banderas políticas de quienes han hecho de Ayotzinapa una realidad omnímoda.
Pero insisto: ¿Qué sigue?
Porque parece que pensar algo distinto a Ayotzinapa es un anatema. Y pensar una versión diversa a la de su denominación de origen es motivo de una persecución en redes sociales sólo equiparable a la Santa Inquisición.
México vive bajo el secuestro de Ayotzinapa. Cualquier latido que se bifurque de la ruta impuesta desde la Normal Rural Isidro Burgos es traición de lesa humanidad y debe ser castigada con similar brutalidad a la ejercida con los muchachos víctimas de una doble sinrazón: la propia de los crímenes de que fueron objeto, empezando por el de su envío a Iguala, y la de quienes de ello hacen coartada y excusa para universalizar su violencia y terror.
Los periodistas no pueden festejar, la policía no está a salvo en sus horas libres en lugar alguno, y en sus horas hábiles corre peligro de muerte. Los comercios no pueden comerciar, las escuelas son sólo nominas salariales que se cubren a cambio de actos de violencia; por las carreteras no se puede transitar; las únicas reuniones y manifestaciones permitidas son por Ayotzinapa y de quienes detentan su propiedad, a riesgo de ser acusados de infiltrados y vejados cual judíos en manos de las camisas pardas del nazismo o bien azotados como esclavo en el medioevo, o sometido a juicios populares en plazas públicas pobladas de rostros cubiertos, palos, piedras y molotovs.
En México no hay espacio ni tiempo para nada más que Ayotzinapa y sus legítimos dueños. La pluralidad en la vida social ya no tiene cabida, la tolerancia que le es consubstancial menos; las libertades de pensamiento, expresión, tránsito y participación política desaparecieron con los 43 muchachos.
Los problemas económicos, de producción, de salud, de educación, de medio ambiente, de seguridad e, incluso, la recreación, el ocio y la deliberación, también han quedado proscritos.
Las elecciones y las libertades democráticas, según parece, ofenden la memoria de los desaparecidos. No puede haber condiciones de normalidad democrática después de Ayotzinapa.
Nada puede ser analizado y procesado en sus méritos, todo debe verse, valorarse y decidirse a la luz, reglas y tiempos de Ayotzinapa.
Bajo estas reglas, se puede sacar con lujo de violencia a policías de donde duermen y no nos extrañemos que mañana pretendan sacar con igual talante a soldados de sus cuarteles. Se pueden tomar casetas de cobro, y mañana, por qué no, sucursales bancarias. Se puede atropellar en abierta barbarie a policías y periodistas, porque, bajo las nuevas reglas, la vida de los ajenos no vale nada. Enfrentamos una verdadera guerra religiosa, entre los fieles seguidores del credo ayotzinapo, con sus profetas, acólitos y cruzados, y los apóstatas que se atreven a dudar y a pensar diferente, y que, por ello, deben ser exterminados.
Muy bien. Adelante. Qué así sea. ¿Y luego? ¿Qué sigue?
Después de tirar al Presidente, erradicar violentamente toda ley y autoridad, obtener plazas y prebendas magisteriales y de normalistas de por vida con derecho de herencia y venta, e implantar la violencia como eje de nuestra convivencia, ¿qué sigue?
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