El orden jurídico
¿Quién tiene mayor culpa: quien en el cumplimiento del deber se excede en el uso de la fuerza; quien escabulle el bulto para no cumplirlo, o quien se trepa a la ola para sacar raja, siendo su obligación contenerla?
No se trata de hacer una apología de la violencia de Estado, ni de exculpar excesos infames del ejercicio del poder; pero en las filas de nuestros villanos favoritos, de las responsabilidades por nuestro deterioro político, de la edificación de una cultura de la ilegalidad y del desgarre de nuestra cohesión social, faltan Pléyades que pecaron por omisión o colusión política.
No hay derechos absolutos. Todo derecho tiene límites y corresponde al Estado hacerlos efectivos. "El orden jurídico no es una simple teoría, ni un capricho; es una necesidad colectiva vital; sin él no puede existir una sociedad organizada" (Díaz Ordaz).
La función pública es una obligación, no una gracia. Su ejercicio tiene límites y cuando se violentan, se debe responder ante la ley. Si no se hace, estamos ante un problema de impunidad, no de la función pública ni de la obligación a cumplirla.
Si alguien en el cumplimiento de su deber se excede en el uso legítimo del monopolio de la fuerza, la consecuencia no puede ser desaparecer la función pública o que su ejercicio quede al capricho del funcionario.
Viola la ley quien se extralimita en su cumplimiento, pero también quien es omiso en él. La omisión puede ser simple y llana, o truhana, de quien debiendo cerrar el local lo regentea, quien obligado a impedir un hecho lo organiza, quien constreñido a sancionar una conducta la protege.
El hecho es que en México cumplir y hacer cumplir la ley es un anatema. Si tres pelados cierran una carretera en cualquier parte del globo terráqueo nadie se asombra cuando los retira la fuerza pública. No puedo imaginarme a tres santeros tomando universidades u oficinas públicas en Cuba, ya no se diga cerrando el acceso a sus zonas hoteleras.
Pero en México hemos hecho de la lucha social un fetiche para violentar la ley al amparo de la ley. Si los Panchos Villas deciden invadir un predio, o cualquier otro membrete (ahora la moda es llamarse grupos de autodefensa) determina expropiar bienes o conculcar libertades de terceros, no hay autoridad que pueda proteger al despojado.
Y la culpa no es solo de gobernantes abusivos, omisos o taimados. Los partidos políticos, en su mezquino horizonte electorero, ladran sin saber a qué y por qué. En el gobierno de Zedillo, los que cobran de maestros atacaron con exceso de fuerza las vallas policiales. Un pobre policía cometió el error de defender su vida con el tolete y Calderón, entonces Presidente del PAN, exigió la renuncia del Presidente de la República por represor y casi genocida.
Ciertos medios, en su vocación mercantilista, hacen héroes a facinerosos, luchadores sociales a fantoches y víctimas a victimarios. Y cuando la violencia de su apología toca a sus puertas, culpan y reclaman al Estado, al que, no obstante, desdoran con fruición, sin desmayo y con singular medro.
Los luchadores de los Derechos Humanos son una especie singular, esquizoide: cuando la vigencia de los Derechos Humanos afecta a sus intereses -en muchos casos legítimos- reclaman su remisión; cuando pueden ser usados con raja política, los exigen sin cortapisa y los monopolizan sin pudor; cuando son coartada de promociones personales, o de abuso, o, incluso, de delitos, profanan su naturaleza.
Sorprende que sorprenda el desalojo de una carretera federal, cuando la sorpresa debiera ser la toma sistemática de la misma.
Hemos construido una convivencia política bizarra, donde imperan macheteros y embozados con tubos y bombas molotov, no la ley; donde el Estado ruega a quien debiera encarcelar, se siente a negociar la no aplicación de sanciones a sus actos ilegales; donde trogloditas cobran como maestros pero trabajan en la subversión, con nuestro dinero y nuestros hijos; donde la aplicación de la ley (al liberar una vía federal de comunicación secuestrada), es vista como una hazaña propia de la llegada del hombre a la más distante galaxia.
Por lo pronto, se siente bien tener Estado, y un Estado que demuestre que gobierno y Derechos Humanos son compatibles; que el uso legítimo de la fuerza no es necesariamente represión; que el imperio de la ley alcanza a quien contra él atenta.
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