PARRESHÍA

Seductor y redentor

Seductor y redentor

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Todo redentor empieza seduciendo acaba sometiendo.

A José Newman




El seductor, seduce y engaña. El redentor también, pero sus fascinaciones y artimañas son diferentes.

El seductor sabe que miente, en su fuero interno lo reconoce y presume: es verdadero con él en el mentir.

El seductor sabe que hace mal y lo goza: soy bueno en mi maldad.

El redentor se engaña a sí mismo, se cree sus mentiras: está convencido de ser portador de la verdad y personificar el bien.

Es, en palabras de mi amigo José Newman, expresión del “buenismo”.

El seductor acepta en él el bien y el mal, aunque las más de las veces confunde el mal con el bien; pero no niega el mal, es más se sabe malo y ese es su mayor orgullo.

El redentor no, él es holísticamente bueno. En él no hay mal posible: el mal siempre está fuera de él, en los otros. Su misión es combatirlo en todas sus expresiones. El no miente, aunque su mentira sea del tamaño de una catedral; él jamás hace el mal, aunque Herodes quede como niño de pecho frente al desabasto de quimioterapias para niños; él jamás se equivoca, aunque inunde a los más pobres; el solo busca el bien y, por tanto, solo hace el bien, aunque el baño de sangre rebase toda ficción.

Si al redentor se le quema el agua, no es culpa suya. Siempre en su contra está el mal que lo acecha sin misericordia para que no cumpla su misión redentora. Hasta sus males orgánicos y emocionales son culpa del otro, del mal.

En el seductor la mentira es bella; en el redentor es mortal. El seductor, a riesgo de dejar de serlo, no puede dejar de cautivar, halagar, engañar; de cara a él el otro —el seducido— siempre disfruta el trance: al momento que deja de gozar acaba la seducción

Todo redentor empieza como seductor; no se puede redimir sin seducir, pero a diferencia de aquél, el redentor, instalado en el “buenismo”, termina pronto en tirano y tempestad, como el Dios furioso del Viejo Testamento. Su furia no conoce límites. La seducción del redentor, siempre termina en sometimiento y tormento.

En ambos casos, seducción y redención, el otro —el seducido o redimido— es exterminado en su persona y querer. En un caso engañado con lisonjas y placer; en el otro en su libertad y hasta vida. Quizás no en su vida física, es decir, en dejar de existir. Aunque se dan casos, véase la tasa de homicidios dolosos por omisión del Estado; pero sí dejar de existir en la espontaneidad de su vida, en su libertad, porque para ser redimido a una nueva vida debe cesar tu vida propia para que sea redimida bajo el control del redentor, que la hace suya.


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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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