LETRAS

El misterio

El misterio

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En algún pliegue de la vida, finalmente, comprendí que el misterio es femenino.

En algún pliegue de la vida, finalmente, comprendí que el misterio es femenino.

Sí, femenino, con forma y aroma de mujer. No es que hierva en lúbricos ardores (estado de suyo bienaventurado), más, aunque así fuera, el misterio no puede ser más que femenino. Bien debiera llamarse misteria.

¡Ah! Pero no se crea que el misterio es algo fácil de entender. De serlo, no sería femenino.

El misterio es femenino, más no se encuentra en todas las mujeres. Unas cuantas agraciadas son dignas de él. Pierde su tiempo quien pretenda hallarlo en urracas empelucadas o en cacatúas embadurnadas. No, el misterio es selectivo, exigente, celoso, erótico, evanescente... místico. Jamás habrá de hallarse en infiernos con chichis caídas cuyo existir aflige a mundo; ni en histerias con tacones, o en esos seres de cabellos pintados e incontinentes parloteos, como tampoco en la insulsez doctorada en sirvientas y baratas. El misterio huye de la beatería con olor a cirio y es reacio a la frialdad que desconoce la lascivia, refracta la caricia, reniega del capricho y veda los mimos; el misterio es renuente a focas con bigotes y nalgas provolene, a la pedantería contrita, a la sumisión esclavizante, a la locuacidad anodina. Porque el misterio demanda un sagrario especial, único; con rasgos de felino, textura de pétalo, esbeltez de gacela, fuego de sol, brillo de estrella, ardor de espina, aroma de ambrosia, gracia de querubín, hermosura de insania, melancolía de ocaso, halo de salvación.

¡Ah!, pero el misterio, además de tener género, tiene edad.

Esto es muy importante para no ser sorprendido con falsificaciones: el misterio es femenino, pero no todas las mujeres lo tienen, y las agraciadas lo anidan por corto tiempo. Porque hasta la belleza fatiga. El misterio es fugaz, evasivo, inmarcesible... femenino.

Así pues, el misterio se manifiesta sólo en algunas doncellas y exclusivamente durante una angosta ventana de tiempo. No se sabe si larva cual oruga en la fémina durante sus primeros años para luego, como su sexo, desplegar sus alas en mariposa; o se deposita en ella en edad de misterio. Lo que sabemos es que en breve la abandona.

Navokov, mistagogo excelso, descubrió al misterio en las nínfulas: niñas ninfas, angelitos disfrazados en promesa de mujer; seres etéreos donde lo erótico refulge en tierna edad. Semideidades que bendicen y pierden al hombre. Venus en presagio, deseo en tobilleras, inocencia en orgasmo. Pero el misterio, así como florece, misterioso, marchita. Su vida es corta y fugaz, un día se tiene, otro, irremisiblemente, se pierde. Entre su plenitud y vacío se nos va la vida.

El misterio caduca o evade, nadie lo sabe, pero entre suspiro y suspiro se nos escapa. Quizás no muera y sólo emigre de relicario en relicario. Quizás, cual alma en pena, surca los aires en busca -al igual que el hombre- de mujer apropiada y en tanto la encuentra se divierte mojando nuestros sueños.

El misterio es tan efímero como el ocaso: "explosión emocional de los cielos", orgía de colores de colosal resplandor; embeleso que arrebata el aliento en el éxtasis de sus formas e iridiscencias; expresión misma de la infinitud encapsulada en la fugacidad del crepúsculo, que al mudar en noche su oscuridad ahonda la añoranza por los naranjas, dorados y púrpuras perdidos, cual alfileres que rasgan en los ojos hurgando por las llamas del firmamento. Así, el misterio es inasequible, inefable: substancia primordial expresada en un parpadeo imposible de aislar, presencia intuida jamás aprehendida, forma presentida que se fragmenta en deseo.

Más no os equivoquéis, el misterio es un todo compuesto por infinitas y complejas partes, esencias y secretos. Es la suma de todo ello en un arte e instante supremo e irrepetible: sinfonía y poesía, forma y color, aroma y suspiro, sabor y mirada, gemido y silencio, textura y guiño, puchero y entrega, efluvios y succiones... enigmas y sensaciones.

Veamos sus partes para luego intuir su plenitud, que abarcarlo, a más de inútil, deviene absurdo, porque el misterio es insondable, infinito, evasivo, siempre nuevo, siempre sorpresa, belleza en fluido, erotismo puro, substancia circular que nace y muere simultáneamente.

Y qué mejor comenzar con las dos proas cóncavas y artilladas con que la pechera femenina ha sido condecorada y co-decorada. Proas de quillas redondeadas capaces de surcar mares procelosos y romper los más herméticos témpanos. Propicias para colgar de sus perchas la vida toda. ¿Podría acaso el universo alojar sus polvos de galaxias si el misterio no soportara firmes, rebeldes, traviesos, descocados, retozones y henchidos los senos de mujer? ¡No! claro que no, sería el caos cósmico.

Qué mayor libertad que dos senos sueltos a sus anchas, juguetones, frescos, saltarines... incontinentes; surcados por fluctuantes olas de mar en dulce y manso romper; rellenos de etéreas nubes que en sublime tremor se elevan al infinito en busca de sus celestes hermanas. Qué belleza superior a la de verlos expandirse insurgentes, cual planetas en centrípeto juego tratando de abarcar la plenitud del horizonte con sus esféricas formas, o besarse juntitos en el entresijo de un escote. Qué maravilla verlos colgar cual papayos en flor, o columpiarse a la furia del deseo, o simplemente mirarlos dormir expandidos y exánimes, a sus anchas.

Tiernos o robustos, exuberantes o discretos, tímidos o descocados, distendidos o en brama, al aire o púdicamente recogidos, ¡qué más da! si son maná coronado de rododendros.

La vida entera podría dedicarse a admirarlos, aunque no lo aconsejo; más recomendable es tocarlos, acariciarlos, besarlos, mecerlos, acurrucarlos, enjabonarlos, pesarlos, morderlos, lamerlos, irritarlos, dormirlos, escalarlos, capitular ante ellos, reposar en ellos, extraviarse en sus cimas, morir a su cobijo, sepultarse a su sombra. Recordad "que al lado de la lengua y del paladar, el ojo es mal juez", y así como "sobre las rosas se puede poetizar", en "tratándose de manzanas, hay que morder".

Si bien os fijáis, los senos son los juguetes de la creación, ¿o ya lo olvidasteis? ¿Cuál fue el primer contacto y comunicación con otro ser viviente una vez expulsado al mundo? ¿Hacia dónde volteo vuestro primer instinto? ¿Cuál fue el objeto de su primer abrazo? ¿Dónde hallaron reposo y solaz por vez primera? ¿Qué aplacó el primero de vuestros llantos? ¿Con qué jugaron primigéniamente sus manos de bebé? ¿Cuál fue la primer señal que despertó su joven y aún inexplicable deseo hacia la hasta entonces sosa compañerita de escuela? Nuestra vida inició jugando con senos femeninos, como nuestra masculinidad despertó a su avidez y nuestra vida adulta se nos escapa en la insaciable necesidad de reposar nuestra terrenal errancia sobre la lisura de su altar.

Y cuando digo vida me refiero a ella desde su concepción, que el esperma que fecundó al óvulo que en ella devino fue bendecido por besos de amor rendidos al rubor de dos pezones, y nuestro primer beso ya en vida fue a un henchido seno materno. Dios, en su infinita bondad, nos los ha obsequiado en pares ¡Alabado sea el Señor!

Y ya que de proas hablamos, qué me dicen de los mascarones que las coronan. Distendidos, sedosos y tiernos; tímidos y sueltos en mar en calma; enhiestos, erizados y aguerridos en tormenta. Una vez encrespados no hay ejército que no se rinda a sus pies, ni dios del Olimpo que por besarlos no muerda el polvo.

Rosetones que concentran en el caramelo lamido de su cima la gama entera del haz luminoso.

Faros de la existencia.

Trocitos de azúcar morena.

Los he visto encresparse al frío y erguirse a la caricia.

Los he visto erizarse en celo y desfallecer al amor.

Los he visto reposar en ternura de niña, embestir en bravía de leona, lidiar en brutal lujuria.

Camaleones de la creación, esencia del enigma, copos de cielo, capullos de sol, iridiscencia de la noche.

Botones que modulan en la mujer la vida del hombre.

La areola, flor silvestre que cual playa se extiende al pie de los acantilados del pezón femenino, es en sí misma un delirio de exhuberancias. Encierra y delata, cual aura de santidad o halo de eclipse de sol, la personalidad, temperatura y temperamento del misterio. Aureolas que deslumbran y cautivan y expresan de la mujer más que mil bibliotecas. En un momento, lago en calma al amanecer brillando al resplandor de la luz, bañando en tersas olas las florescencias maravillosas de la isla que ocupa su centro; en otro, ondas concéntricas que acusan profundos movimientos en el antes apacible islote. Sin previo aviso, continente en llamas, rugoso y agolpado en torno a una Venus hecha volcán de erguidos acantilados que despiertan de las sedosas aguas del misterio. Las areolas son mar de lisuras tornasoledas que fulguran la luz del alma; colinas satinadas de deseo que se extienden cual onda en agua sobre los senos femeninos hasta perderse imperceptiblemente en su turgencia; mácula rugosa y acaramelada, lirios celestiales en lánguido flotar; playas de carmín; auras de amor; embrujo y prisión; anfiteatros ecuménicos y redes de contención.

Relicarios de concupiscente belleza. Granuladas cual cáscara de naranja; lisas cual pétalos de rosa; oscuras con profundidad de noche; pequeñas cual mosca en natilla; inmensas cual luna eclipsando al sol; tiernas e infantiles; aguerridas y lascivas; retadoras y enigmáticas, las areolas acuestan en su seno al pezón femenino engalanando en su conjunto la bendición de los senos de mujer.

Más recordad que no son las partes las que hacen el misterio. Los componentes son, sí, indispensables, más no suficientes. Para que el misterio aflore no sólo se requiere del tesoro, menester es el arte. En ello radica el misterio del misterio. El misterio huele y tañe, tiene forma, movimiento y ritmo; exuda y exhala, bulle y brilla; tiene temperatura y coloratura, textura y tono, humedad y humores, mieles y perfumes; miradas y repliegues, movimientos y silencios.

No obstante, por sí sola cada una de estas propiedades nada dice si no es que niega al misterio. Éste demanda de una sinfonía perfecta, oportuna e irrepetible de todos y cada uno de sus componentes en un arte único y en un momento y espacio propicios.

El misterio no es arte pero requiere de él para mostrarse. A veces nos encontramos féminas con los implementos propicios que permiten a primera vista la presunción del misterio, pero que a segundas se devela en simple mujeres, avitualladas pero sin capacidad de fuego. En otras ocasiones nuestra primera impresión es de una mujer más, desapercibida e inopinable, cuando un movimiento, una mirada, un aroma, un artilugio, una energía inenarrable nos golpea como si el cielo se nos viniera encima con la revelación del misterio.

No son pues las simples formas femeninas -que Dios provea- lo que hace al eterno femenino, sino el hechizo que invita y trastorna: la forma de caminar haciendo de cada paso una sinfonía irrepetible de movimientos ejecutados magistralmente por formas, ritmos y simetrías de mujer. Gestos, movimientos, miradas, honduras, fragancias y ardores únicos, de soberbia ternura, ingenua lujuria y lascivo existir: una trompita fruncida en mohín, una pierna cruzada, unos dedos acomodándose el cabello; unos párpados en aceptación; la tórrida melaza que anuncia el jubileo; la forma de tomar y morder un chocolate, de limpiar la comisura de sus labios, de alisar sus caderas cuando invitan y cuajar en jarra los brazos cuando cobran. La manera de verse el trasero en el espejo, de calzar sus senos en el sostén, de ajustar sus bragas en la entrepierna, de quitarse un arete, la magia de una toalla enredada en su cabeza, el ensalmo de cubrir sus senos con las palmas; el celo de airear su cabellera, la poesía del agua escurriendo por el montículo de su sexo, la liviandad de calzarse una media, la forma casi religiosa de tocar su propia piel, de acurrucar su pecho sobre el nuestro, de enmielar sus puertas al amor, de recibir adentro.

Así, no son los ojos, ni su coloratura, ni su tamaño; es la mirada, su destello y expresión; lo que callan y dejan adivinar. No es el color del iris, sino la luz de su mirada, su fosforescencia, su fulgor; su forma acuosa y pubescente de aprisionar el sol y refractarlo en enigma.

No son los párpados, sino su caer que invita, que provoca, que subyuga.

¿Has olido a la hembra en brama? ¿Os has deleitado de sus tórridos sudores? ¿Sabes de sus perfumados efluvios? ¿Has paladeado el ardor de su deseo? ¿Has buceado su melaza? ¿Qué de sus jadeos y gemires, de sus uñas arañando, de sus piernas apresando, de su vulva succionando... de su sexo en brama? ¿Has visto al misterio mirando en melancolía rizar un mechón de cabello tras la oreja? ¿Has visto bullir su sexo? ¿Has sucumbido a los terremotos de su oquedad? ¿Han afondado tus ansias en las sedosas profundidades de su cráter sagrado?

Más si los senos son pareja con vida, tiempos y ardores independientes, los glúteos son siameses unidos en simetría perfecta, cadencias rítmicas y cálidas redondeces. En su movimiento, trémulo y sincrónico, se encierra la esencia misma de la música. Ese su subibaja acompasado de firme tremor, esa contracción de una nalga acompañada de la languidez momentánea de la otra, ese su oleaje lascivo, esa su rebeldía a la gravedad, esa su provocación al mordisco, esa su blanda cachondez.

La verdadera belleza sólo puede hallarse en el meneo majestuoso, simétrico y acompasado del nalgatorio femenino. Lomerío que anuncia traslomita la profundidad inmarcesible. Exquisita redondez que invita al vértigo de su recóndita hondonada, a la perfección de sus líneas, a lo terso de su encanto, a lo pronunciado de sus laderas, a lo esponjado de su textura.

El universo en tierno melocotón.

El deseo en forma de pera.

Firmes sus partes. Enhiestamente orgullosas, desafiantes, inabarcables. Al tiempo trémulas y retadoras, delicadas y consistentes, cándidas y pecadoras. Mundos tímidos, suplicantes, coquetos, acariciables, irrepetibles... perfectos. No hay punto de observación que pueda obviarse, ni oportunidad a evitarse. La grupa femenina es voluptuosidad irresistible, ritmo sagrado, cadencia agraciada, sacudida universal. Nada como ver la puesta de sol por as de luz que se cuela por la ventana que en su base forman la vulva -que a traspuesta se asoma- y el delta de las piernas femeninas. No hay posibilidad que el arte logre desarrollar jamás lencería capaz de engalanar sus redondeces, ya sea un hilo que se filtre de su insondable entresijo para asirse al elástico de su cintura, o la tanga que dibuje en dos sus jugosos gajos, o las bragas que enmarque en su totalidad la pera de la grupa; siempre serán mejor un par de glúteos al natural: que el glúteo femenino, aunque de seda se vista, glúteo se queda. Y nada superior a cuando erguidos y separados por efecto de la inclinación del torso femenino a la gravedad de sus pechos, por chicuelinas se llega al hirsuto origen del mundo. Que si bien todos los caminos llevan a Roma, hay algunos con mejores y esponjados paisaje.

Arriba de este campo preñado de maravillas y texturas, habéis de encontrar dos hoyuelos en la parte superior de la grupa, apenas debajo de la línea del estrecho de la cintura. Éstas son las marcas de donde Dios colgó las plomadas para moldear los glúteos de la mujer en su suprema redondez y proporción. El no haberlas resanado es un capricho del artista, una liberalidad del creador, un toque de genialidad divina. ¡Qué más da! Lo que cuenta es su existencia y la delación de una oquedad más oculta, más profunda, ardiente, acogedora... ¡la suprema genialidad!

Más el misterio no agota su simetría en la turgencia del trasero ¡no! el volumen de sus pomelos se corresponde en proporción exacta con el ancho sus caderas y lo angosto de su cintura; simetría que dibuja una forma de guitarra que vista por atrás resalta el encanto de la espalda, hombros y cuello femeninos, y muestra en plenitud la esbeltez de sus piernas; mientras que mirada de frente realza los senos cual columna al capitel, seduce al secreto del ombligo e invita a adivinar en la sedosa timidez del triángulo de su sexo el ardor mismo del sol.

Visto de frente el bajovientre del misterio se recoge en la pronunciada hondonada que se forma entre los dos macizos de sus piernas para caer en un montículo abolsado y rasgado a todo su largo, pedacito de cielo acolchado con que Dios, en su gran misericordia, bendijo en la mujeres a los hombres como prueba irrefutable de su existencia e infinita bondad.

Os habéis preguntado qué serían de las voluptuosidades e ingle femeninas sin la esbeltez de la cintura y el marco de las caderas que las agracian en su perspectiva, grandiosidad y promesas.

Y hablando de esbelteces ¿qué decir de cuello? El misterio sabe del poder hipnótico de su elegancia, por eso juega con él recogiendo su cabello para mostrarlo, o soltándolo para dejarlo adivinar; decorándolo con joyas, resaltándolo con escotes, enmarcándolo con los hombros al descubierto, u ocultándolo con ropajes, pieles u holanes. Como sea, el varón que quiera flanquear las puertas del cielo debe pagar sumiso tributo besando con devoción la argenta columna. No hay arrobo superior que deslizar un manojo de besos por su esbeltez hacía los hombros y bajar por los torneados brazos hasta la punta de unos dedos que se extienden en llamado.

De frente, en la base del cuello se localiza una hendidura perfecta ¡Oh mujer, ser de hendiduras! en forma de "V" enmarcada por clavículas y hombros, región altamente besable y extraordinariamente peligrosa, ya que sólo puede ser decorada con metales y piedras preciosas.

Y ya estando allí, conviene visitar las recónditas capillas de expiación tras los lóbulos de las orejas femeninas: lugar sacrosanto donde los mismos dioses caen de hinojos ante lo sobrecogedor de su devoción y lujuria.

Regresando a la hendidura del cuello es momento de encaminar nuestros pasos a la lascivia de los labios del misterio. Si los ojos no son nada sin la mirada y los párpados sin su admisión, los labios de la mujer sin su humedad himeniana, sin su sonrisa hecha deseo, sin su carnosidad tentadora, no son sino una oquedad por donde entra lo que por otra ha de salir. Carnosos o lineales, anchos o estrechos, expresivos o tímidos, los labios del misterio tienen vida y personalidad propias que se expresan sin inhibiciones con independencia de su portadora.

Los labios, por sí solos, dicen lo que ni ojos, ni párpados, ni palabras, ni cuerpo pueden comunicar; basta un fruncido de sus comisuras, un roce de su piel, un cruce de energía o la entrega seductiva de su azúcar para que en el hombre se produzca un corto circuito de consecuencias cósmicas. Nada hay en el mundo que se resista un beso de misterio. Los labios del misterio son indescriptibles, inescrutables... femeninos. Son erotismo puro.

Cuando el misterio los recoge ligeramente sobre sus comisuras en esbozo de sonrisa y soslaya la mirada en gesto infantil mirando al suelo, es tiempo de irse despojando del pantalón.

Caminar con las pantuflas de un beso la carnosidad de los labios, el arrobo de sus comisuras, el carmín de los pómulos, la rendición de los párpados, el fulgor de la frente, la tersura de los lóbulos y la nobleza respingada de la nariz es alcabala necesaria para proseguir la búsqueda del misterio.

Rehaciendo el camino de los labios a la base del cuello y guiados únicamente ya por el olfato conviene encauzar nuestros pasos hacia el sur. Cruzaremos el acantilado que forman los Alpes de cimas rocosas, avanzaremos por el valle que a su paso se abre hasta llegar a la hondonada llamada ombligo, lugar retozón, oasis y aviso de que nos acercamos a las puertas del cielo.

Al continuar nuestro camino los aires se revisten de tórridos aromas, presagios de ardiente concupiscencia. El valle, tras una elevación inapreciable, se angosta en un brusco descenso hacia un bosque aterciopelado en cuyo centro se alza, cual Venus, un montículo de seda.

Al llegar a su cima un profundo surco se abre en promisoria hendidura que delata un abismo insondable donde el misterio halla su más sublime, acogedora y perfumada expresión… y el hombre su expiación.

En el fondo de su híspida selva, dos cordilleras con filos ribeteados guardan herméticas su tesoro. Sólo a algunos escogidos, aquellos que se zambullen en su frondosidad en busca de redención les es permitido hallar la senda correcta y, de ellos, sólo a quien logra, con devoción y amor, conquistar el Ábrete Sésamo de su secreta cima les será franqueado el acceso a las profundidades de sus abismos. Entonces el rosa nacarado de sus filos abrirá cual alas de mariposa en rojo magma el fuego profundo de sus entrañas, e hinchadas y bullendo en ardores obsequiaran al viandante perfumes de ponto, ríos de melaza, untos a su musculatura y el misterioso llamado de impensadas confusiones "de la más íntima redención y la más profunda culpa."

Más yerra quien cree que el misterio solo es sexo. Sexo es, sí, animal y corpóreo, sudoroso e instintivo; de apetitos y secreciones, de arrebatos y rendiciones, de insanias y bramidos. Pero el misterio es mucho más que sexo, es erotismo: sexualidad transfigurada y entronizada por la idealización en abstracción del deseo puro e infinito, sexo sublimado en sueño.

Lo que para el sexo es la conservación de la especie, en el erotismo es la recreación del goce. En uno hay impulso sexual, en otro imaginación sexual. Uno es terrenal, el otro es cosa del paraíso.

Por el sexo vemos a una hembra concreta y corpórea, aquí y ahora, y su posesión es fugaz como un parpadeo, agua de río en constante fluir. Por el erotismo vemos una diosa, abstracta e inmarcesible, una presencia de infinita variedad de formas; pasión que dura una eternidad.

Por el erotismo el cuerpo se eleva en arquetipos de formas eternas, se sublima, se hace esencia.

Por el erotismo el sexo se hace pasión y la pasión rendición, redención y ensueño. Pero el misterio es mucho más que erotismo, es amor. No hay amor sin sexo y sin cuerpo, como tampoco lo hay sin erotismo, pero el amor es mucho más que sexo y erotismo, es comunión de almas donde la posesión se torna en entrega: el amante se suprime para encontrarse en lo incomunicable de la otredad y encontrarla a ella.

Apetito y deseo transfigurados en comunión de almas; contacto que pierde a los amantes y los anula para hacerlos encontrarse, ser y reconocerse en un abrazo con el universo. El amor desaparece al yo y su egoísmo, los anula, así sea momentáneamente.

En el amor no hay sublimación del yo, porque el amor descentra al hombre, rompe el corral en que vive aprisionado y lo funde con lo que es.

El sexo hace del amante apetito, el erotismo lo hace poesía, pero el amor lo hace divinidad. Las almas al tocarse en el amor tocan el infinito y al hacerlo participan de la divinidad. Ante el amor sucumben la belleza y la forma; muere el cuerpo y fenece el yo, sólo queda el amor, lo que único que es.

#LFMOpinión
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#EternoFemenino

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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