Ayotzinapa
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Cuando un pueblo pierde su memoria se deja de querer y todo le sabe igual. Aparecen entonces en abundancia los que les vale madres La Patria.
Todo se permite, todo se aplaude si se paga. Todo se compra y la dignidad se pierde. Se esfuma la Libertad de tomar decisiones y se diluyen los límites de respeto a los demás como lo marca la Ley.
En La Humareda, poema dramático de Mario Ficachi, se rescata la ignominia del olvido. La voluntad de explicar, cómo se llegó a la muerte, a la desaparición forzada de 43 estudiantes de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, que sirvieron de parapeto a narcobandas y narcopolíticos para volver a rellenar sus bolsilllos de oro y mierda, entre el olor de gasolina, la quemazón y el dolor de estudiantes mayormente inocentes achicharrados desde la piel hasta el alma.
Es el pueblo el traicionado.
Es una herida abierta en nuestro propio cuerpo. Más propiamente: es otra herida más, de las muchas laceradas, sangrantes, del cuerpo social mexicano desde La Conquista hasta nuestros días. Porque desde la primavera hasta el invierno todos los años de nuestra eternidad como nación, se cuentan muertos y desaparecidos por guerras intestinas desde el poder político, por tierras, narcóticos, diferencias raciales, religiosas y sexuales. De negocios crecientes que abonan a la perversión de pocos y a la pobreza de miles.
Las clases sociales se dividen en los que mandan y los que mueren violentamente porque están, porque existen y estorban los planes y acciones de los jefes de jefes.
Porque caminan bajo la banqueta de la calle equivocada que un encomendero cobra, porque miraron feo al patrón o desearon a la hija del vecino. Porque rezan en otra religión, aunque tal vez sea al mismo Dios.
Sin saberse con certeza dónde reposan sus cuerpos molidos, investigadores van y viene y otros, que probablemente saben, por haber sido testigos y actores, huyen a Israel protegidos por los mismos que sufrieron el Holocausto. Paradojas de la historia, ahora son más castos que las vírgenes y se ciñen a la letra de sus burocráticas leyes para subrayar la forma y atenerse a lo que consideran lícito, asesinando niños y mujeres en Gaza, mientras Zerón y los demás ahí refugiados viven el olvido de la memoria y se acusan mutuamente en otro capítulo de la llamada ‘verdad histórica’.
La ignominia del relato exculpatorio del ejército, de policías estatales, municipales, de guardia privados y quién sabe cuántos más involucrados que insisten por miedo al llamado pacto de silencio, protegiendo a sus familias y comunidades de la venganza de la delación.
De hecho, son tan poderosos los mentados que aún nadie sabe bien a bien qué pasó en realidad, aunque todos sabemos que fueron asesinados por estar en el lugar equivocado, por estar del lado de unos y no de otros, por haber sido engañados.
Este país nuestro de selvas y ríos y mares, jamás amanecerá pletórico, satisfecho, en verdad en armonía, si no podemos, si no nos damos la necesaria oportunidad de castigar a los culpables de los crímenes de odio que mancharon Ayotzinapa y en cambio, sólo los recordamos cuando la humareda nos ciega.
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