LETRAS

CIHUACÓATL

CIHUACÓATL

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¡500 años y todo peor! El pobre, el indefenso, el sin voz; explotado en su tierra, o robado de ellas, por los suyos y por extraños, siempre doliente, siempre solo, siempre callado y acallado... siempre él

CIHUACÓATL[1]


Muy de mañana clavó en mi vientre su ácido madero. Me tomó, dijo, para su Dios y Rey. Mentía.

Lloré su profanación y perjurio, y en los canales de la gran ciudad ahogué mi llanto…

¡Oh hijos míos, ya nos perdimos!



¡Oh hijos míos, adonde os llevaré![2]



Desde entonces he sido oprobiada por los que me reclaman para sí. ¡Quinientos años ya! y no vislumbro aún el último de sus escarnios. Los únicos que comparten mi infortunio son los desamparados de siempre, hoy migrando por migajas, ya como nómadas en su patria, ya como ilegales en ajena.

Primero fue la ropa de manta, luego el guarache, finalmente el sombrero de paja. Hoy visten vaqueros, tenis y gorra beisbolera; todo de importación. Ojala y sólo eso hubieran perdido: poco queda en algunos del amor a la tierra y a sus frutos, en otros, ni la tierra misma.

Algún día se peleó por restituirme a los míos. El fin era noble, pero se extravió en dogmas, clientelismos y abusos. Cuando nada quedaba de mí por repartir, mis defensores –así se proclaman- cambiaron discurso y propósito: su nueva lucha enmascara una industria de extorsión.

Mi historia, pues, es de infamias y matricidio. Es la historia de la tierra en México. Nadie la escucha sin embargo. Son tantas las voces que hablan por mí que mi clamor se pierde: Ahí está el abogado ése, el socio del magistrado, y su negocio de suplencia de la queja: él demanda la restitución de tierras por un núcleo agrario; el magistrado la admite y le suple hasta la ley de la gravedad; el demandado, sujeto a un procedimiento jurisdiccional atípico y poco conocido, pronto se ve inmerso en un problema creado de la nada a través de un expediente que crece y complica a base de sus errores e ignorancia, de la venalidad del juzgador y de su connivencia de intereses. El juicio se prolonga por años, a veces decenas de años. Por cansancio, antes de que concluya; por condena, una vez concluido; o por invasión si es absuelto, el demandado termina comprando su tranquilidad y el disfrute de su tierra. En el ejido pocos verán dinero, cuando mucho el comisariado ejidal y los cacicazgos internos, que la explotación y discriminación intranúcleos agrarios es menos conocida que cruenta.

Magistrado y abogado disputan con otras mafias territorios de protección agraria.

Por ahí anda también aquel exfuncionario, mejor conocido como El Pútrido. El mote le viene del ejido dotado por el mismísimo Tata Lázaro a las márgenes de una laguna de aguas turquesas. Pero ya saben ustedes lo inconstante de las lagunas: cuando llueve se desbordan anegando colindancias, pero en secas se repliegan tristes y resecas. Al Pútrido, pues, (el ejido, no el sujeto) se le inundaban de 36 a 38 hectáreas en temporada de lluvias, que en estío recuperaba y cultivaba. Así fue hasta que un difuso informante descubrió ¡sesenta años después! que al Pútrido le faltaban 38 hectáreas. Celosos peritos masacraron ciencias, artes y magias en busca de las mismas, cuidando, eso sí, de hacerlo siempre en temporada de aguas, y de no abrir, ni por casualidad, los documentos y planos de la dotación presidencial. Un buen día ¡Eureka!, uno de los peritos –el invidente- las descubrió y ubicó a setenta kilómetros de distancia, en playa, contiguas a un desarrollo turístico de prestigio internacional y, además, creciditas: las 38 hectáreas se habían desarrollado en unas bellas y bien proporcionadas 240. Que los terrenos estuviesen escriturados y en posesión de particulares -que compraron del gobierno- no fue óbice para que el hoy exfuncionario hiciera su entrega de manera virtual y autorizase ipso facto su dominio pleno. Los legítimos propietarios supieron del asunto cuando un corredor de bienes raíces, folleto en mano, les ofreció sus tierras en cómodos plazos.

Antes, los ejidos bregaban durante años por ampliar su dotación original. Ahora basta coludirse con funcionarios agrarios para que al medir (y certificar) sus tierras ignoren documentos y asientos registrales e incorporen como ejidales las de terceros (privados o públicos). Antes sólo una resolución presidencial podía afectar tierras con fines de reparto o ampliación agrarios, hoy, concluido éste, basta un planito firmado por un furtivo topógrafo; plano de suyo impugnable, es cierto, pero si el juicio cuesta, el arreglo más.

No siempre es necesario apropiarse de la tierra de otro; no si se puede extorsionar con la propia. Allí está el paradigmático ejido-comunidad de Santa María Ahuacatitlan, enclavado en el Estado de Morelos, con más de la mitad de su superficie inmersa en la mancha urbana de Cuernavaca ¡desde hace más de 60 años! Pues bien, a finales del 2003 certificó toda su tierra como de uso común, es decir, como si no existiese ahí la mitad de la "Eterna Primavera", sino bosques tan primigenios como los de la Creación. Su negocio radica en que las tierras de uso común no son susceptibles de llevarse al dominio pleno –propiedad privada-, por lo que todo lo sobre ellas construido, aún las viviendas de los miembros del propio núcleo agrario, no sólo no existen registralmente hablando, sino que pueden ser demandadas en restitución en cualquier momento. Ergo: pueden ser sujetas a extorsión con la Patente de Corzo extendida por la Procuraduría Agraria y el Registro Agrario Nacional.

Concluido el reparto agrario miles de funcionarios se quedaron sin trabajo. La mayoría salió a tocar las puertas de los ejidos; algunos, menos en número, a vestir toga y birrete; todos a exhumar expedientes y profanar sus cadáveres: conocen los asuntos, saben de sus puntos débiles, son expertos en complicar lo llano, en incendiar el hielo y en corromper hasta a las piedras.

Los ejidatarios, salvo escasas excepciones, siguen tan pobres y desamparados como cuando el encasillamiento; sólo mudaron de explotador: ayer el hacendado, hoy sus propios compañeros o el inversionista, porque el abuso no admite exclusividad: lo es de líderes y caciques ejidales, de abogados agrarios, jueces venales y pútridos funcionarios, pero también de caballeros de cuello blanco, brillantina en pelo, corbata Hermes y PowerPoint; que todo es cuestión de medios y medidas.

Algunos inversionistas no compran por hectárea, lo hacen por bahías, sierras, penínsulas, islas o valles. Delimitan las áreas de su interés por ríos, montañas, costas y barrancos, fáciles de ubicar desde sus aviones particulares. No necesitan de ningún oscuro magistrado; traen gobernadores, Secretarios de Estado y Presidentes (familiares incómodos incluidos) en el bolsillo; su conocimiento del campo mexicano se reduce a las películas de Pedro Infante y a clubs de golf.

Cuando de ellos se trata, los ejidatarios se enteran que perdieron sus tierras cuando los bulldozers tocan sus puertas de madrugada. ¿Dónde se pueden perder las tierras? En fideicomisos y laberínticos contractos bilingües que nadie ha visto ni conoce su paradero.

¡500 años y todo peor! El pobre, el indefenso, el sin voz; explotado en su tierra, o robado de ellas, por los suyos y por extraños, siempre doliente, siempre solo, siempre callado y acallado... siempre él.

Antes del hombre de hierro, de sus caballos y ambición -de su salvación individual-, en estas tierras los hombres y mujeres vivían y morían para mantener en sus órbitas los astros. Con espinas de nopal punzaban su sangre en alimento sagrado de los dioses, en ofrenda de vida al orden universal. Su misión era cósmica, no individual; desprendida, no de atesoramiento; de sacrificio, no hedónica; de solidaridad, no mezquina, jamás solitaria.

Yo, Cihuacóatl, era su madre, su Diosa, su tumba. Pero hoy, ¡Oh hijos míos, ya nos perdimos!, es "nuestra herencia una red de agujeros"[3]: los ríos se secan, se contaminan las lagunas, los campos están eriales, los arroyos son basureros, los bosques se extinguen, las selvas se arrasan, hoteles y condominios ocultan las playas, las islas se esfuman en fideicomisos, la patria emigra. El cielo viste de gris, los hombres de abandono, los niños de desaliento, las mujeres de llanto… las estrellas en la vieja Aztlán ya no pueblan el firmamento.

"¡Oh hijos míos, adonde os llevaré!"




[1] Cihuacóatl: Mujer serpiente; deidad de la tierra en la cosmogonía Mexica.

[2] Sexto presagio funesto de la caída de Tenochtitlan, según informantes de Sahagún, Historia General de las Cosas de la Nueva España. El texto se refiere a Cihuacóatl y es antecedente directo de la legendaria "Llorona".

[3] Del poema: "Los últimos días del sitio de Tenochtitlan" (1528); Cantares Mexicanos; Biblioteca Nacional de México.

Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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