Estadistas
Salíamos de un evento en el Distrito Federal. Salinas –candidato- me entregó con esa mirada pícara de él una tarjeta manuscrita en la que un iluso ciudadano listaba los requisitos constitucionales para ser diputado, alegando cubrirlos a cabalidad y, en consecuencia, solicitándole la candidatura correspondiente por el distrito en el que tenía verificativo el evento.
Aún conservo la tarjeta.
La guardo como apunte de memoria de que, frente aquél inocente despistado, mi paso por la política fue una tozudez quimérica. Tarde aprendí que en política los méritos suelen ser óbices para ocupar cualesquier cargo.
Por supuesto hay excepciones. Nadie duda de la idoneidad de Videgaray para la Secretaría de Hacienda, pero no todos son él. Hoy no tengo la menor duda que aquél iluso peticionario pudo ser mucho mejor diputado que los miles que desde entonces -cientos de ellos reciclados sin ambages ni vergüenzas- han maculado y mancillan al poder Legislativo, sin que goce esta rama del poder público exclusividad en ignominias y desfiguros.
Años después, participamos en el diseño de una subsecretaría. Por su naturaleza y objetivo, planeamos una estructura ligera y novedosa, orientada a vincularse con la sociedad civil. Determinada la función, como ordenan los cánones, diseñamos el órgano y estructuramos los perfiles de puesto.
Aprobada la estructura, integramos ternas para los niveles directivos. El recién nombrado subsecretario subió con rostro entusiasmado a su primer acuerdo. El guiñapo humano que regresó era un total y acabado desconocido. Nada quedaba de su ímpetu innovador, menos de las ternas en cuestión. Todas las direcciones fueron ocupadas por compromisos políticos.
La función, que hace al órgano; la idoneidad del funcionario, todo atisbo de teoría y racionalidad de administración pública, y la candidez del entonces subsecretario, se estrelló con la realidad del débito político.
El problema, como siempre, vino después, a la hora de exigir resultados a los subalternos y no poderlos entregar al superior.
Difícil resulta reclamar efectividad a quien llegó por ser hijo, yerno, cuñado o sobrino (cambie Usted el género para evitarme la absurda repetición foxista) y no por capacidades idóneas al cargo. Aún más complicado deviene llamar la atención, o, en su caso, despedir, a alguien que fue contratado para quedar bien con un tercero y no para cumplir una tarea exigible. Correrlo es malquistarse con quien se pretende halagar y, por tanto, el costo del halago lleva implícito la ineficacia; lo cual no obsta para construir, sobre lealtades funcionalmente inoperantes, connivencias económicas o políticas.
Para muestra bastan las debacles educativas, agrarias, agropecuarias, forestales, pesqueras, ecológicas y agréguele Usted la de su predilección.
¿Cómo fue que se llegó a contratos ley absurdos y abusivos, si no por funcionarios indolentes e incapaces, seguramente cobardes y, sin duda, producto de algún compromiso político, para quienes quebrar las finanzas públicas no representaba problema alguno? ¿Cómo explicar el dispendio, la ineficacia y la ocurrencia locuaz de decenas de programas sociales, sin la inadecuación de funcionarios y función, de responsabilidad y capacidad?
Por años sufrí a un jefe que decía que había que dejar que el tiempo resolviese los problemas, mientras gozaba de jugosos estipendios y canonjías por, supuestamente, resolverlos, y por muchos más a otro para quien la abyección y la lealtad estaban por encima de la capacidad y la honradez.
Innumerables ocasiones he visto sucumbir a políticos ante el aplauso y el mitin clientelar, en fuga de enfrentar su responsabilidad legal, política e histórica.
Peña Nieto y muchos de sus secretarios deben ser objeto hoy día del monstruoso atavismo del débito político. Riesgo de la democracia moderna que obliga a los candidatos a bajarse los pantalones para luego podérselos fajar. De ellos depende fajárselos bien o dejárselos abajo. Hacer buen gobierno o cumplir compromisos. Pasar a la historia como estadistas o como Calderón y sus cuates o Fox y sus headhunters.
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