POLÍTICA

Soberanía secuestrada

Soberanía secuestrada

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Toda generación suele ser asaltada por tentaciones genesíacas. La falsa vanidad de inaugurar tiempos inéditos anida en nuestra insignificancia y alimenta sus complejos adánicos. Todos ansiamos la efímera gloria de un "nunca antes". La verdad es que nada hay nuevo bajo el sol, pero la repetición infinita de aconteceres es, para quien la vive en su momento y circunstancia, siempre una primera vez.

La lucha de los poderes fácticos por el poder político es tan antigua como consubstancial a la sociedad organizada. El Estado moderno fue producto del conflicto iglesia-monarquía; ésta última de la lucha entre señores feudales; y el Estado de Derecho de las disputas entre individuos y poder estatal. Síntesis dialéctica, el Estado nació con la crisis de su propia contradicción y se sostiene, como dice Rennan, en un plebiscito cotidiano.

Con las distorsiones propias de la mediocracia y los excesos apodícticos de sus voceros –hoy, más bien, plañideros-, hemos atestiguado en recientes días un tour de force entre Congreso y oligopolio mediático nacional. La ausencia de creatividad e imaginación que caracteriza al segundo acreditó su incapacidad para construir, con base en razones y argumentos, consenso alguno. La marca de la casa quedó demostrada: escándalo y amarillismo, denostación y distorsión; todo enmascarando un interés económico impúdico y desmandado.

Decía Nietzsche que quien se pasa la vida combatiendo monstruos termina convertido en uno. Así, los creadores del Chupacabras acabaron personificando su propia bestia (ver "El Chupacabras" en http://www.avenir.com.mx/article.php/20070305194228543): un animal indescriptible, voraz y sanguinario que puebla la imaginación mexicana con desastres inminentes e idioteces fantásticas, escándalos y violencia, banalidades y venalidades. Un animal a quien nadie ha visto su cara verdadera pero que está en todos lados y acecha a cada momento.

Pero hoy nuestro Chupacabras se topó con el Estado. Menester es precisar este aserto, toda vez que los medios, exacerbando ánimos y distorsionando la discusión, han pretendido linchar, primero, a los Senadores y, luego, a los partidos políticos.

No desconozco ni desestimo la necesidad de perfeccionar la regulación de partidos, como, tampoco, la urgencia de tener un Congreso más asertivo, eficaz y eficiente, comprometido con las verdaderas causas populares y menos ocupado en las coyunturas electoreras y grillescas de nuestra desastrada política nacional. Pero aquí el tema es otro y de mayor envergadura y trascendencia. Se trata de liberar al Estado y a la política del cautiverio de los medios.

No exagero si afirmo que la soberanía nacional había sido secuestrada. Un Estado es soberano si al interior de su nación es poder supremo, y el Estado mexicano hacía tiempo que no era, baste mencionar los juicios sumarios y sentencias inatacables de los medios antes que el asunto llegue a tribunales, las popularidades impuestas a partidos y electorado, finalmente a la Nación -como las de Fox y tantos otros- con costos altísimos e irreparables; la dócil abyección de funcionarios ante conductores convertidos en jueces supremos, sumos sacerdotes y pontífices últimos de la verdad; la Ley Televisa impuesta al Congreso de la Unión en época electoral y aprobada, sin discusión, en tan sólo siete minutos; el acuerdo tomado de madrugada en una suite de hotel con la esposa del Presidente Fox por medio del cual el Estado abdicó, no sólo del cobro de un impuesto a los medios electrónicos, sino de su responsabilidad de velar por el interés supremo de la Nación por encima de cualquiera otro, sometiéndose, abyecto y cobarde, a quienes gozan de un bien público concesionado. Subrayó esto último porque, contra evidencia incontrovertible, el oligopolio mediático acusa hoy al Congreso de procesar la reforma de espaldas al pueblo y en conciliábulos exclusivamente partidistas. No es así, las mesas de la reforma han sido abiertas, han sesionado en todas las entidades de la República, han concitado la participación de expertos, interesados y ciudadanía en general, y los únicos que se abstuvieron de hacerlo fueron los señores de los medios y sus voceros, que prefirieron utilizar el servicio público concesionado para distorsionar la realidad y su discusión, y difundir, por sobre lo que acontecía en las mesas de la reforma, el escándalo nuestro de cada día, la banalidad del momento, su agenda personal, la construcción de las popularidades políticas afines a sus intereses y el ataque bajuno y artero a quienes osan disentir a su poder

Acuerdos en lo oscurito y de espaldas al pueblo, con esposas y no con los responsables jurídicos y políticos del tema, fueron los que utilizaron para secuestrar al Estado y sus instituciones, en connivencia con un poder estatal y un sistema de partidos que habían renunciado, desde hacía mucho, a su responsabilidad pública y compromiso con el interés nacional.

Los medios no sólo tenían secuestrado al Estado, también a la política y a los partidos, reducidos, una, a propaganda negra, proclamas vacías y estúpidas, escándalos y dineros; y otros, a mendigar favores y créditos, a someterse a la autocracia de las popularidades mediáticamente construidas e impuestas, así como a la sinrazón y discurso de los publicistas.

Ninguna depreciación más profunda y grave que la de la política en los últimos treinta años, pero no por ello deja de ser ésta consubstancial y necesaria a todo grupo social. En vez de sanear la política y demandarle dignidad y resultados, optamos a convertirla en un reality show vergonzoso y vergonzante que niega al ciudadano –reducido a consumidor de estupideces- y reduce el interés general al negocio privado de unos cuantos.

Somos testigos de un momento crucial para México, de un reacomodo necesario e inaplazable de poderes donde el ciudadano puede recuperar esa su calidad cívica, donde los partidos pueden reencontrar el rumbo y compromiso perdidos, donde las instituciones pueden retomar sus atribuciones y la ley puede volver a imperar por sobre los intereses y particularismos; donde los poderes fácticos -que nadie elige, a nadie representan y a nadie rinden cuentas- sean nuevamente sometidos a la soberanía nacional; donde el discurso político recupere la razón, la inteligencia, los argumentos y las propuestas dejando a un lado y para siempre la diatriba y la vacuidad publicitarias; donde los verdaderos problemas nacionales ocupen nuestra atención y voluntad, y éstas dejen de ser mediatizadas; donde impere la razón, la inteligencia, la realidad y la verdad, y no los temores creados y administrados por el chupacabras.

No es esta la única asignatura pendiente en la reconstrucción política de México, pero sí probablemente la primera y más urgente. Ahora sí sabremos quién realmente gobierna y que sus resoluciones y actos responden exclusivamente al interés nacional. Estaremos ciertos de a quién elegimos, en vez de votar por una popularidad mediática artificial embozada en una frase, una cara, o un miedo; podremos tener la certeza que será el trabajo de los funcionarios la medida de su desempeño y no una costosa publicidad; que los partidos dejaran de ser rehenes de publicistas, televisoras y radiodifusoras, que sus candidatos tendrán que acreditar militancia, conocimiento, experiencia e idoneidad, antes que dinero, cara bonita o desconocida, o relaciones mediáticas; que los políticos ya no tendrán que mendigar ni vender alma y dignidad a los medios; que la política dejara de ser objeto del amarillismo mercantil; que el Estado Nacional será nuevamente soberano.

Pero la lucha es larga y apenas empieza, por un lado habremos de atestiguar campañas de desprestigio nunca antes vistas contra los impulsores de la reforma; por otro, hay gobernadores que deben su popularidad y mucho dinero a Televisa y que serán presa fácil de sus presiones. Pronto veremos de qué están hechos y cuáles son sus verdaderos compromisos. Recordemos que sin la mayoría de los Congresos Locales la reforma no alcanzará vigencia. Poco vivirá el que no lo vea.

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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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