POLÍTICA

Huracán

Huracán

Foto Copyright: lfmopinion.com

Cuando la sandalia amarilla de la Nena, con la impronta negra de sus gruesos dedos y talón, empezó a danzar sobre el piso de tierra, la creímos endemoniada. La Nena abrazó a los niños.

Allá en el semidesierto, en Zacatecas, la única noticia de lluvia fue la del diluvio terrenal, así que ver pulular agua por piso, techo y paredes fue más apocalíptico que insólito. La última vez que vimos la sandalia encabezaba la estampida que se llevó nuestro mundo.

Ocho meses antes abandonamos el ejido, el verde Cancún hizo olvidarnos del semidesierto y sus penurias. Doña Felisa, la líder, nos acomodó aquí, me metió de albañil y nos dio Credenciales de Elector. Todo por cien semanales. Desde que se supo del huracán nadie la ha visto. La Nena colocó papel periódico en los vanos de la puerta, pero en la confusión no supimos qué se despidió primero, si la puerta, las paredes de lámina o los churros de periódico. Todo, como sea, salió tras la chancleta.

Don Cástulo insistió en llevarnos al albergue, pero como siempre anda echándole a la Felisa nos negamos. Aferrados a un poste, con los niños en brazos, enfrentábamos el oleaje cuando unos policías nos recogieron: "Súbanse –dijeron- que ahí viene lo peor". La Nena y yo nos miramos. Antes de subir agarré una sandalia azul despercudida de abandono que entre la pedacería flotaba; era de hombre y de gran tamaño; era, con lo que traíamos puesto, nuestro mundo.

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"¡Sí brother, claro, ahí los esperamos!" -dijo Rodrigo y colgó. Era Juan, su compadre, que vacacionaba con sus cuatro hijos y mujer, y el hotel le trocaba su Master Suite por seis catres sin "Servibar" en un gimnasio acicalado de albergue. Rodrigo y Ana, su esposa, tenían diez años en Cancún, era él gerente regional de una cadena de supermercados, ella dueña de una escuela con altos rendimientos económicos y nulos educacionales, circunstancia que reflejaban sus tres hijos tanto como la ostentosa casa a la que en ese momento se dirigían los miembros de ambas familias. Ana, desde la escuela, llamó para preguntar si había lo necesario y la sirvienta, recién llegada de un pueblo donde no se conocen refrigeradores ni huracanes, y las alacenas son guacales donde las mazorcas echan hongos, sin saber qué era lo necesario, pero cierta de que en el caserón todo era abundancia, contestó que sí.

Cuando llegaron caían las primeras gotas, Rodrigo corrió las cortinas anticiclónicas, puso música y preparó dos Martinis; las señoras acometieron cocina, tequilas y carnes frías; el XBOX embistió a los niños.

Contra los consejos del arquitecto, Ana se obstinó en un estilo colonial mexicano y la casa se peinó de tejas; por igual, contra el sentido común, hoteles y restaurantes se fueron colmando de una arquitectura banal que el huracán mondó convirtiendo, tejas y afeites, en proyectiles que a su paso todo destruyeron. Los impactos en las cortinas anticiclónicas sonaron a metralla pero, estoicas, repelieron el asalto; para cuando el meteoro se quedó sin parque se escanciaba el tercer Martini, las señoras desbrozaban chismes rojos y los chavos se atragantaban de papitas y chicharrones; nadie supo que herido de muerte el Rotoplás se desangraba en incesante manar. Fue Rodrigo hijo quien extendió el acta de defunción: "Mamá -gritó desde el baño- no hay agua". Hasta ese momento se percataron que tampoco la había embotellada. Pronto faltó la luz, los baños se colmaron de heces y olores, y los escasos refrescos dieron de sí. La casa, construida en una sola planta entre el mar y la laguna, fue presa de las olas que se tragaron cielo, vivienda y tiempo. Cuarenta y ocho horas después cedió el huracán, cuarenta y cuatro pasaron sus habitantes sin comer, sin agua y en lucha contra la naturaleza. Cuando salieron era la oscuridad primigenia, un monstruo sin ojos. Ninguna luz de cielo o tierra atestiguó su resurrección en seres de sed impía y feral.

Escombros penumbrosos y beligerantes -cadáveres del paraíso- poblaban la tierra, un olor a miasma y perdición debelaba el aliento, a lo lejos una sirena recordó alguna vida anterior, tal vez futura. De sus cinco autos sobrevivió la "Ban"; al halo de sus faros, removiendo escorias, redescubriendo el pavimento bajo el agua, reencontrándose en un paisaje sin luz, sin árboles ni señal alguna que les hablase de lo conocido y habitual, como quien camina por una luna que ajena y hostil nada le dice, nada le recuerda, nada le intuye, avanzaron hasta el supermercado más cercano. Era de los administrados por Rodrigo. Por un boquete en la pared entraban y salían seres fantasmales que brotaban del mar de noche que todo envolvía. A golpes y mordidas entraron al averno, en su interior halos de linternas delataban un caos iracundo, el huracán había insuflado en los hombres su arrebato, la lucha de la naturaleza continuaba -más sanguinaria, más siniestra- por un pedazo de pan mojado, un sorbo de agua, una prenda seca. Pero el instinto de sobrevivencia y la codicia habitan en el mismo cuerpo, y patadas y porrazos se propinaban en igualdad de circunstancias por enseres electrodomésticos o artículos de perfumería: daba lo mismo una pieza de pollo flotando en el aguazal crapuloso que una botella de agua; un microondas que medio biquini de talla ajena. Rodrigo se dirigió al área de bebidas. Entre sombras iracundas franqueó estantes tirados, hombres hiena y buitres mujer; varias veces cayó, se vio ahogado en la Ciénega infernal. Finalmente de un golpe arrancó, de quien reconoció su vecino, dueño de periódicos y bares, una botellita de agua. Al salir se cruzó con uno de los policías de la tienda, sus miradas traspasaron el silencio, el guardia se perdió en la oscuridad con la imagen de su deshidratada bebita en la mente. Rodrigo subía a la camioneta, un golpe partió en dos su cráneo. Adentro, Ana, niños, compadres y cancunenses luchaban, febriles, en alienada rapiña.

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"Señor Secretario, ¿quién dio la orden de enviar la ayuda a Mérida? –preguntó Alonso-, va a ser imposible acceder por esa vía a Cancún, hay que llevar todo a Chetumal y de ahí subirlo".

"Yo fui –se escuchó por el auricular-, no voy a permitir que un Gobernador priista aproveche políticamente el huracán más importante del siglo. Los apoyos van a llegar por Mérida con el Presidente, su esposa y el Gobernador de Yucatán, en el camión descapotado que hace cuatro días envíe. ¿Qué no sabe que el próximo es año electoral?"

Cuando el huracán menguó, la vía Mérida-Cancún estaba inundada; tres semanas y costosas obras de ingeniería hidráulica fueron necesarias para restablecerla precariamente. El Presidente y su Señora -sin el Gobernador Yucateco- tuvieron que llegar a Cancún por Chetumal. La ayuda federal también, una vez que con retraso y sobre-costos fue recogida de Mérida.

***

Pero el Presidente y su Martirio (y pecado) no llegaron solos: apodícticos personeros televisivos los acompañaban. Uno de ellos, joven, pero de arrogancia Mefistofélica, fatigó helicópteros de la Marina en busca de escenarios dignos de su programa; le desesperaba encontrar solo despojos, inundaciones y damnificados: "¿Cómo –increpaba al Vicealmirante puesto a su servicio- voy a salir sin lluvia y vientos?" La televisora resolvió el entuerto, de México proveyeron -en aviones y helicópteros de la Armada- la posdatada tormenta: grandes ventiladores disparaban sobre el periodista el agua que con manguera surtían tres tramoyeros; éste, con impermeable de ballenero, hincado con el agua hasta el pecho y bajo un sol abrasador, narraba los horrores de su huracán. No muy lejos, sólo accesibles por aire, decenas de miles de damnificados aguardaban entre la vida y la muerte la ayuda que nuestros infandos noticieros jamás podrán sustituir.

Aun así el rating no respondió: no hay noticia que dure tres días. El huracán demandaba un quiebre de "teledrama". Hacía falta un villano favorito, un responsable de la devastación. Sangre, pues. Nuestro joven periodista demandó la renuncia del Gobernador. Nada importaba el por qué y sus consecuencias en medio de tamaña emergencia. La cabeza de un gobernador colgando a su pecho cual condecoración de guerra, mejor dicho, de huracán, era suficiente.

El Presidente se sumó al embate: desde tiempos inmemoriales los habitantes de una isleta cercana a la costa se guarecen en tierras continentales cuando la furia Neptúnica los visita. En esta ocasión sólo permanecieron en ella dieciséis personas, en su mayoría Marinos. No obstante haber decenas de miles de damnificados en tierra firme e islas mayores, el Presidente decidió visitar precisamente esa islita (las malas lenguas -a quienes nosotros negamos cualquier crédito- hablaron de cierto interés personal). El día previo se verificó la presencia de 16 almas sanas y avitualladas, más la mañana de la visita lanchas amigas trasladaron al islote, con logística precisión y sigilo, a la población entera y algunos cientos de acarreados adicionales que juntos y airados recibieron al Presidente responsabilizando al Gobernador de su abandono y damnificación. El Presidente, ante cámaras y micrófonos, ordenó salvar al pueblo y en ese momento helicópteros colmados de víveres, medicinas y doctores despegaron en salvamento. Desde su interior nuestro joven periodista narraba en vivo, devastado y con fondo de violines: "La desventura de un pequeño pueblo de pescadores olvidado en medio de la mar, épicamente salvado por el Presidente y su señora de la incuria de un infausto Gobernador".

Una semana después nadie se acordaba del huracán y sus damnificados; en pocos meses Felisa volvió a asentar precaristas en las partes bajas; el nuevo gerente construyó su casa entre el mar y la laguna; muchos bienes y recursos destinados a los damnificados se utilizaron en lugares donde no hubo más desastre que la compra y coacción del voto; las televisoras cercan informativamente a otros villanos (fabricados); del Presidente y su Martirio nadie se acuerda; la arquitectura trivial resurge en churrigueresco chabacano y mortal.

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[1] Los hechos y personajes son ficticios, cualquier parecido con la realidad es una de esas raras casualidades del tiempo cíclico.
Publicado en Empresando, revista bimestral: www.empresando.com


Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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