LO DE HOY

Desbarbados

Desbarbados

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El destino de los súbditos.

Moscú despertó con la buena nueva del regreso del Zar. La "Gran Embajada a Europa del Oeste", de mas de un año de ausencia, concluía en lluviosa mañana de septiembre 5 de 1698.

Más se tardó en correr la noticia que la abyección en postrarse a los pies monarca, como lo ordenaba la vieja usanza moscovita. El Zar, sonriente, "los levantó con gracia de su rastrera postura abrazándolos y besándolos, como solo se hace entre amigos privados", narra Robert K. Massie en su extraordinaria biografía del Zar.

Más el calor de la bienvenida pronto sería sometido a prueba nunca vista.

Tras abrazos y besos, su Alteza produjo una larga y filosa navaja de barbero y "con sus propias manos empezó a rasurar barbas. Empezó con Shein, el comandante de la armada, quien estaba demasiado pasmado para resistírsele. Siguió Romodanosky, cuya profunda lealtad a Pedro sobrellevó la afrenta a su sensibilidad moscovita. Los demás fueron simplemente forzados, uno a uno, hasta que todo ilustre presente fue desbarbado" y ninguno pudo reír ni apuntar su índice sobre la desnudada barba del vecino. "Solo tres fueron exonerados: el Patriarca, que observó el suceso con horror y respeto a su encargo; el Príncipe Michael Cherkassky, dada su avanzada edad; y Tikhon Streshnev, en defensa a su tarea de guardián de la zarina."

La rasurada no tenía parangón; la barba era un símbolo fundamental de la religión y autoestima rusas. "Un ornamento dado por el mismo Dios; usado por los profetas, los apóstoles y Jesús mismo."

El mismísimo Ivan el Terrible (1530-1584) sostenía que "rasurarse la barba es un pecado que ni toda la sangre de los mártires no podría lavar. Desfigura la imagen de Dios en el hombre."

A los pocos días llegó el decreto: todo súbdito, subrayo el vocablo, debe llevar barba rasurada. Solo se exceptuaron clérigos y pordioseros.

Era Pedro el Grande, la Rusia zarina, 1698.

Pero en pleno siglo XXI, México pone sus barbas a remojar. Derechos humanos de por medio, se fragua pandémica ordenanza para desbarbar a todo aquel que lampiño no sea.

Nunca bigote, maguey, sarape y sombrero ancho habían temido tanto por su subsistencia.

Nietzsche tenía razón: el eterno retorno de lo mismo.



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Luis Farias Mackey

Luis Farias Mackey

Ser o no ser, preguntó Hamlet. ¿Soy éste que soy?, preguntó Quetzalcóatl. ¿Vivo yo todavía?, preguntó Zaratustra. La primera es una opción binaria: sé es o no sé es. La segunda es la trama de la vida misma: ser lo que sé es. La tercera es descubrir si, siendo, efectivamente aún sé es. Vivir es un descubrimiento de lo que sé es a cada instante. Porque vivir es hurgar en el cielo y en las entrañas, en los otros -de afuera y de adentro-, del pasado y del presente, de la realidad y la fantasía, de la luz y de las sombras. Es escuchar el silencio en el ruido. Es darse y perderse para renacer y encontrarse. Sólo somos un bosquejo. Nada más paradójico: el día que podemos decir qué somos en definitiva, es que ya no somos. Nuestra vida es una obra terminada, cuando cesa. Así que soy un siendo y un haciéndome. Una búsqueda. Una pregunta al viento. Un tránsito, un puente, un ocaso que no cesa nunca de preguntarse si todavía es.

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